Los orígenes del reino de Portugal fueron más el resultado de la ambición de una princesa con aspiraciones a convertirse en reina, y de los intereses de una nobleza que se desenvolvía en un ambiente de semi-independencia en territorios lejanos del control real, más que la defensa de una identidad y libertades nacionales, entonces inexistentes.
Pero si no existieron unos motivos claros para convertirse en país independiente, constituye una realidad evidente que a partir de entonces si se creó esa identidad y se mostraron extraordinariamente celosos en mantenerla, oponiéndose por todos los medios a todo intento del antiguo reino por absorberla nuevamente.
La pervivencia de esta independencia se vio favorecida por la complejidad de la política de los diferentes reinos que por entonces conformaban el mosaico peninsular: León, Castilla, Navarra, Aragón y los reinos musulmanes del Sur.
La invasión de Portugal por parte de Juan I al frente de un numeroso ejército pudo haber conducido a la cuarta y tal vez definitiva unión entre ambos estados, pese a que ya entonces Portugal llevaba 243 años de independencia, pero la inoperancia de las fuerzas españolas le llevaron a la afrentosa derrota de Aljubarrota, lo que acabó de afirmar su personalidad y su sentimiento como nación. A partir de entonces su acrecentada moral así como la debilidad de Castilla, le permitió enfrentarse a ésta incluso en condiciones de superioridad, pese a la escasez de su territorio y población en comparación con aquella.
La batalla de Toro, en los comienzos del reinado de los Reyes Católicos puso fin a esta situación, favorecida por la política de buena vecindad, que proporcionó a ambos países las condiciones necesarias para permitirles proyectarse hacia el exterior, facilitando el que simultáneamente se convirtieran en primeras potencias mundiales. Esta situación se vio incrementada hasta límites jamás sospechados cuando ambos países se unieron bajo el cetro de Felipe II, logrando por cuarta y última vez la unidad Ibérica.
Sin embargo, el sentimiento como nación del pueblo portugués solo se vio adormecido durante la época de esplendor proporcionada por Felipe II, pero en cuanto la estrella española declinó, aprovechó el convulso reinado de Felipe IV para iniciar una larga guerra que acabó con la independencia definitiva en 1668.
A partir de este momento, España dejó de pensar en Portugal como un trozo del solar patrio que se desgajó de él y luchaba por reintegrarlo al territorio nacional. Es cierto que continuaron los enfrentamientos entre ambas naciones, pero ya son intereses foráneos los que se dirimen y solo marginalmente se contempla la anexión de territorios del contrario.
La Guerra de la Independencia supuso el final del enfrentamiento de ambos países al dirigir sus energías al enemigo común: el francés invasor.
Los últimos conflictos que enfrentaron a portugueses y españoles ya no fueron como consecuencia de un contencioso entre ambos países, sino fuerzas del uno en apoyo de sectores del otro dentro de un conflicto interno.
Tras el fallido proyecto de la Legión Viriato, una unidad de voluntarios portugueses que pretendía intervenir en la Guerra Civil Española junto al Bando Nacional, finalizó un largo proceso de casi 800 años de enfrentamientos; hoy ambos países pertenecen a las mismas organizaciones internacionales y comparten intereses comunes, pudiendo decirse, si bien que haciendo un amplio ejercicio de imaginación, que, en cierto modo, la quinta unión España-Portugal se ha logrado pacífica y voluntariamente a través de la integración común en organismos supranacionales tales como la Unión Europea y la OTAN.
Pero si no existieron unos motivos claros para convertirse en país independiente, constituye una realidad evidente que a partir de entonces si se creó esa identidad y se mostraron extraordinariamente celosos en mantenerla, oponiéndose por todos los medios a todo intento del antiguo reino por absorberla nuevamente.
La pervivencia de esta independencia se vio favorecida por la complejidad de la política de los diferentes reinos que por entonces conformaban el mosaico peninsular: León, Castilla, Navarra, Aragón y los reinos musulmanes del Sur.
La invasión de Portugal por parte de Juan I al frente de un numeroso ejército pudo haber conducido a la cuarta y tal vez definitiva unión entre ambos estados, pese a que ya entonces Portugal llevaba 243 años de independencia, pero la inoperancia de las fuerzas españolas le llevaron a la afrentosa derrota de Aljubarrota, lo que acabó de afirmar su personalidad y su sentimiento como nación. A partir de entonces su acrecentada moral así como la debilidad de Castilla, le permitió enfrentarse a ésta incluso en condiciones de superioridad, pese a la escasez de su territorio y población en comparación con aquella.
La batalla de Toro, en los comienzos del reinado de los Reyes Católicos puso fin a esta situación, favorecida por la política de buena vecindad, que proporcionó a ambos países las condiciones necesarias para permitirles proyectarse hacia el exterior, facilitando el que simultáneamente se convirtieran en primeras potencias mundiales. Esta situación se vio incrementada hasta límites jamás sospechados cuando ambos países se unieron bajo el cetro de Felipe II, logrando por cuarta y última vez la unidad Ibérica.
Sin embargo, el sentimiento como nación del pueblo portugués solo se vio adormecido durante la época de esplendor proporcionada por Felipe II, pero en cuanto la estrella española declinó, aprovechó el convulso reinado de Felipe IV para iniciar una larga guerra que acabó con la independencia definitiva en 1668.
A partir de este momento, España dejó de pensar en Portugal como un trozo del solar patrio que se desgajó de él y luchaba por reintegrarlo al territorio nacional. Es cierto que continuaron los enfrentamientos entre ambas naciones, pero ya son intereses foráneos los que se dirimen y solo marginalmente se contempla la anexión de territorios del contrario.
La Guerra de la Independencia supuso el final del enfrentamiento de ambos países al dirigir sus energías al enemigo común: el francés invasor.
Los últimos conflictos que enfrentaron a portugueses y españoles ya no fueron como consecuencia de un contencioso entre ambos países, sino fuerzas del uno en apoyo de sectores del otro dentro de un conflicto interno.
Tras el fallido proyecto de la Legión Viriato, una unidad de voluntarios portugueses que pretendía intervenir en la Guerra Civil Española junto al Bando Nacional, finalizó un largo proceso de casi 800 años de enfrentamientos; hoy ambos países pertenecen a las mismas organizaciones internacionales y comparten intereses comunes, pudiendo decirse, si bien que haciendo un amplio ejercicio de imaginación, que, en cierto modo, la quinta unión España-Portugal se ha logrado pacífica y voluntariamente a través de la integración común en organismos supranacionales tales como la Unión Europea y la OTAN.