Quizá estamos ante el mayor problema de salud mundial, de consecuencias imprevisibles por lo difícil de solucionar y las implicaciones económicas, tecnológicas y de seguridad que conlleva.
Se insta a los gobiernos del mundo entero hacia la búsqueda de soluciones que no impidan la utilización de la tecnología existente y su adecuado progreso, pero que prime ante todo la salud de los afectados.
El mayor problema no son los ejecutores políticos, ni las empresas que fabrican aparatos electromagnéticos. Tampoco el ciudadano es responsable por emplear productos que se venden libremente en el mercado en la creencia de que no le causarán daño. Y quizá deberíamos salvaguardar también a los médicos, con su escepticismo ante cualquier enfermedad que no comprenden, pues los métodos de diagnóstico disponibles nunca les indican una relación entre el uso de las tecnologías y el mal del enfermo. Si no hay casuística fiable, no les queda otra solución que mitigar los efectos secundarios mediante la receta de medicamentos elaborados con elementos químicos que, probablemente, agudizarán el mal de enfermo a largo plazo.
Y en medio, el usuario -el enfermo-, angustiado por no ser entendido y creído, tomando lo único que le es ofrecido, un analgésico o un ansiolítico. Mejorado a nivel sintomático, se cree que su problema está resuelto y sigue sin tomar otras medidas que le protejan de la mala influencia que le están causando las ondas electromagnéticas.
En el imaginario social está la creencia que las “autoridades sanitarias” velan día y noche por nuestra salud, que si algo nos ocurre un experto doctor en medicina sabrá exactamente por qué y cómo solucionarlo. Pero la medicina tarda mucho en reaccionar ante lo imprevisto y lo desconocido, y en esa etapa en la cual nadie sabe nada, miles o millones de personas padecen serios problemas de salud y terminan creyéndose que ciertamente padecen algo así como una neurosis obsesiva.
Por eso, lo que proponemos en este libro no es el abandono del progreso tecnológico más importante de la civilización, sino que los individuos se adapten sin problemas a su entorno.
Se insta a los gobiernos del mundo entero hacia la búsqueda de soluciones que no impidan la utilización de la tecnología existente y su adecuado progreso, pero que prime ante todo la salud de los afectados.
El mayor problema no son los ejecutores políticos, ni las empresas que fabrican aparatos electromagnéticos. Tampoco el ciudadano es responsable por emplear productos que se venden libremente en el mercado en la creencia de que no le causarán daño. Y quizá deberíamos salvaguardar también a los médicos, con su escepticismo ante cualquier enfermedad que no comprenden, pues los métodos de diagnóstico disponibles nunca les indican una relación entre el uso de las tecnologías y el mal del enfermo. Si no hay casuística fiable, no les queda otra solución que mitigar los efectos secundarios mediante la receta de medicamentos elaborados con elementos químicos que, probablemente, agudizarán el mal de enfermo a largo plazo.
Y en medio, el usuario -el enfermo-, angustiado por no ser entendido y creído, tomando lo único que le es ofrecido, un analgésico o un ansiolítico. Mejorado a nivel sintomático, se cree que su problema está resuelto y sigue sin tomar otras medidas que le protejan de la mala influencia que le están causando las ondas electromagnéticas.
En el imaginario social está la creencia que las “autoridades sanitarias” velan día y noche por nuestra salud, que si algo nos ocurre un experto doctor en medicina sabrá exactamente por qué y cómo solucionarlo. Pero la medicina tarda mucho en reaccionar ante lo imprevisto y lo desconocido, y en esa etapa en la cual nadie sabe nada, miles o millones de personas padecen serios problemas de salud y terminan creyéndose que ciertamente padecen algo así como una neurosis obsesiva.
Por eso, lo que proponemos en este libro no es el abandono del progreso tecnológico más importante de la civilización, sino que los individuos se adapten sin problemas a su entorno.