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    Del vino y del hachís

    Por Charles Baudelaire

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    Profundos goces del vino, ¿quién no os ha conocido? Cualquiera que haya tenido un remordimiento que sosegar, un recuerdo que evocar, un dolor que ahogar, un castillo que construir en España, os han invocado, dios misterioso oculto en las fibras de la viña. ¡Qué grandes son los espectáculos del vino iluminados por el sol interior! ¡Qué verídica y ardiente es esa segunda juventud que extrae el hombre de él! Pero cuán temibles son también sus voluptuosidades fulminantes y sus irritantes encantos. Y sin embargo, decid, con vuestra alma y conciencia, jueces, legisladores, hombres de mundo, vosotros que la dicha os vuelve suaves, a quienes la suerte fácilmente vuelve virtuosos y sanos, decid, ¿quién de vosotros tendrá el valor despiadado de condenar al hombre que bebe genio?
    Por otro lado, el vino no es siempre ese terrible luchador seguro de su victoria y que ha jurado mostrarse sin piedad y sin misericordia. El vino es semejante al hombre: nunca se ha de saber hasta qué punto es posible estimarlo o despreciarlo, amarlo u odiarlo, y de cuántas acciones excelsas o monstruosas fechorías es capaz. Así pues, no seamos más crueles con él que con nosotros mismos y tratémosle como un igual.
    A veces me parece que oigo al vino decir (habla con su alma, con esa voz de las almas que sólo es escuchada por los espíritus): “Hombre, mi bien amado, a pesar de mi prisión de vidrio y de mis cerrojos de corcho, quiero hacer crecer hacia tí un canto lleno de fraternidad, un canto lleno de júbilo, luz y esperanza. No he de ser ingrato; sé que te debo la vida. Conozco el precio de tu trabajo y del sol sobre tus espaldas. Me has dado la vida, te recompensaré. Te pagaré mi deuda suficientemente, pues siento una dicha extraordinaria cuando caigo en el fondo de una garganta sedienta por el trabajo. El pecho de un hombre decente es una estancia de mayor agrado que esas cavas melancólicas e insensibles. Es una tumba alegre donde, entusiasmado, cumplo con mi destino. Causo un trastorno en el estómago del trabajador, y de ahí, por unas invisibles escaleras, asciendo a su cerebro, donde ejecuto mi danza suprema.
    “¿Oyes agitar y resonar en mí los poderosos refranes de tiempos antiguos, los cantos del amor y de la gloria? Soy el alma de la patria, mitad caballero, mitad militar. Soy la esperanza de los domingos. El trabajo hace los días prósperos; el vino hace alegres los domingos. En familia, los codos sobre la mesa y la camisa remangada, me glorificarás orgullosamente y estarás realmente complacido.
    “Encenderé los ojos de tu acabada esposa, la vieja compañera de tus pesares cotidianos y de tus más antiguas esperanzas. Enterneceré su mirada y depositaré en el fondo de sus pupilas el destello de la juventud. Y tu paliducho queridito, ese pobre borrico atado a la misma fatiga que el caballo de tiro, le devolveré los hermosos colores de su cuna y seré para ese nuevo atleta de la vida el aceite que fortalecía los músculos de los antiguos luchadores.
    “Me derramaré en el fondo de tu garganta como una ambrosía vegetal. Seré la semilla que fertiliza las arrugas cavadas dolorosamente. Nuestra íntima unión inventará la poesía. Ambos seremos un dios, y revolotearemos hacia el infinito, como los pájaros, las mariposas, los hijos de la Virgen, los perfumes y todos los seres alados.”
    Esto es lo que canta el vino con su misterioso lenguaje. ¡Desgracia a aquél cuyo corazón egoísta y cerrado a los dolores de sus hermanos no haya oído este canto!
    A menudo pienso que si hoy Jesucristo compareciese en el banco de los acusados, no faltaría algún procurador que demostrase que su caso era agravado por la reincidencia. En cuanto al vino, reincide todos los días. Todos los días repite sus beneficios. Eso explica sin duda el ensañamiento de los moralistas con él. Cuando hablo de moralistas me refiero a fariseos seudomoralistas.

    Charles Baudelaire
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