Según un estudio sobre el impacto mundial de las enfermedades publicado por la Organización Mundial de la Salud en 1998, la depresión es la enfermedad con mayor discapacidad y morbilidad en mujeres en edad reproductiva (15-49 años de edad.) También, y según este mismo organismo, al menos el 95% de la población mundial se ha visto afectada de esta enfermedad una vez en la vida. Más aún, es posible que la mayoría de las neurosis, esquizofrenias, cuadros de ansiedad y ciertas formas de cáncer, ten-gan su origen en un cuadro depresivo. En este aspecto, un doctor llamado Hamer, quien intentó demostrar que el cáncer se asentaba casi de forma exclusiva en un cuadro depresivo anterior no resuelto o una situación de estrés insostenible, fue apartado de la profesión y metido en prisión, no fuera a ser que invalidara todas las teorías anteriores. Ese doctor olvidó que alrededor del cáncer hay una poderosa industria que proporciona millones de dólares y mucho prestigio a quienes ni siquiera saben curarlo, y que no podía intentar eliminar tanto desatino sin pagar un alto precio por ello.
Aunque solemos creer que la tristeza es una enfermedad tradicional en los países económicamente fuertes, sabemos que en países en vías de desarrollo la depresión representa el doble de incidencias con respecto a otra enfermedad común en este grupo de edad, como es la tuberculosis.
En el mundo occidental, la depresión suele tener un impacto aún mayor durante el posparto, en el crecimiento y adolescencia, así como en la etapa escolar que precede al ingreso universitario, en el ambiente familiar hostil y durante el trabajo en empresas económicamente inestables.
Mezclada frecuentemente con el desamor, la incertidumbre económica y laboral, el miedo a las enfermedades, y a la pérdida de la ilusión por el futuro, esta tristeza puede llegar a anular todos los mecanismos de defensa orgánicos, tanto físicos como mentales. Sin embargo, y a pesar de que existe una evidencia abrumadora sobre la magnitud y trascendencia de esta enfermedad del alma, de la incapacidad y morbilidad que produce, y de que rara vez es tratada adecuadamente a través de los centros estatales, no existen todavía iniciativas sistemáticas para corregirla y evitarla en los servicios de atención primaria que atienden a poblaciones de alto riesgo. Una corta visita al psiquiatra, con un diá-logo que apenas llega a los 10 minutos, y una receta con dos o tres fármacos, es todo el alivio que esa mente angustiada puede esperar obtener.
Dedicada la medicina estatal al control y tratamiento de las enfermedades físicas, nadie parece conceder importancia capital a las enfermedades de la mente, invirtiéndose cuantiosas cantidades de dinero en buscar solamente remedios paliativos para las enfermedades crónicas. Si rebuscan en las opciones médicas, apenas encontrarán lugares de reposo, grandes centros de atención psicológica, y ni siquiera folletos explicativos para tratar de evitar que las personas caigan en el pozo que supone la depresión.
Sin embargo, la depresión es el trastorno que más visitas ocasionan al psicólogo, estipulándose en un 50% del total, aunque esta cifra pudiera ser más alta si tenemos en cuenta que en toda crisis de pareja hay siempre un compo-nente depresivo. Sin embargo, los episodios de melancolía y sus formas clínicas constituyen el cuadro más típico de la depresión, pero suelen ser asumidos por el propio enfermo, quien se responsabiliza a sí mismo o sus circunstancias de su enfermedad.
Aunque solemos creer que la tristeza es una enfermedad tradicional en los países económicamente fuertes, sabemos que en países en vías de desarrollo la depresión representa el doble de incidencias con respecto a otra enfermedad común en este grupo de edad, como es la tuberculosis.
En el mundo occidental, la depresión suele tener un impacto aún mayor durante el posparto, en el crecimiento y adolescencia, así como en la etapa escolar que precede al ingreso universitario, en el ambiente familiar hostil y durante el trabajo en empresas económicamente inestables.
Mezclada frecuentemente con el desamor, la incertidumbre económica y laboral, el miedo a las enfermedades, y a la pérdida de la ilusión por el futuro, esta tristeza puede llegar a anular todos los mecanismos de defensa orgánicos, tanto físicos como mentales. Sin embargo, y a pesar de que existe una evidencia abrumadora sobre la magnitud y trascendencia de esta enfermedad del alma, de la incapacidad y morbilidad que produce, y de que rara vez es tratada adecuadamente a través de los centros estatales, no existen todavía iniciativas sistemáticas para corregirla y evitarla en los servicios de atención primaria que atienden a poblaciones de alto riesgo. Una corta visita al psiquiatra, con un diá-logo que apenas llega a los 10 minutos, y una receta con dos o tres fármacos, es todo el alivio que esa mente angustiada puede esperar obtener.
Dedicada la medicina estatal al control y tratamiento de las enfermedades físicas, nadie parece conceder importancia capital a las enfermedades de la mente, invirtiéndose cuantiosas cantidades de dinero en buscar solamente remedios paliativos para las enfermedades crónicas. Si rebuscan en las opciones médicas, apenas encontrarán lugares de reposo, grandes centros de atención psicológica, y ni siquiera folletos explicativos para tratar de evitar que las personas caigan en el pozo que supone la depresión.
Sin embargo, la depresión es el trastorno que más visitas ocasionan al psicólogo, estipulándose en un 50% del total, aunque esta cifra pudiera ser más alta si tenemos en cuenta que en toda crisis de pareja hay siempre un compo-nente depresivo. Sin embargo, los episodios de melancolía y sus formas clínicas constituyen el cuadro más típico de la depresión, pero suelen ser asumidos por el propio enfermo, quien se responsabiliza a sí mismo o sus circunstancias de su enfermedad.