En “Diario de un Residente” relato de manera novelada algunas de las experiencias más curiosas, dramáticas, cómicas y sorprendentes, que viví como médico residente durante los años sesenta en un importante hospital de Madrid. El personaje principal es sin duda “el ogro”, “el jefe”, “el patrón”, “el Dr. Bedoya”: una personalidad que aplastaba por las buenas o por las malas, que era el maestro –muy a su manera–, y que despertaba entre nosotros un profundo sentimiento ambivalente: por un lado, temblábamos ante sus descargas de ira; pero por otro, le admirábamos por su excelente formación profesional.
“El problema era que no me atrevía. Era tal el respeto que le teníamos al jefe (obviamente impuesto por él), que las palabras se me quedaban en la laringe y no era capaz de pronunciarlas.
Aún con todo, en lo que me pareció un oportuno silencio, y a pesar de que veía que el jefe estaba recomido de rabia y con un cabreo que le salía por las orejas, por no encontrar el tumor, me decidí a musitar:
- La enferma tenía una hipoacusia derecha...
No sé si lo dije tan bajo que nadie lo oyó, o simplemente que no me hicieron el menor caso. Era impensable que un residente se atreviera a sugerir al gran jefe el camino a seguir en una situación comprometida.
Pasaron cinco minutos más y el Dr. Bedoya se dio por vencido, cosa sorprendente en él, pero es que la enferma ya tenía el hemisferio cerebeloso izquierdo como un colador bien perforado, y allí no aparecía nada. Dijo entonces resignado:
- Bueno, ¡qué le vamos a hacer! Aquí, desde luego, no hay nada. Cierre Vd. García.
La triste realidad de haber abierto la cabeza de Matilde por la nuca y haberle destrozado el hemisferio cerebeloso izquierdo para nada, me hizo sentirme en el deber de hablar. Hice acopio de valor y de aliento y –aparentemente tranquilo– dije con voz serena y perfectamente audible:
- Cabe la posibilidad de que esté a la derecha. La enferma oía peor por ese lado y siempre puede haber un error en la marca de la radiografía. Sería raro pero pudiera ser...
El jefe supremo, que ya se empezaba a dar la vuelta para salir del campo quirúrgico y quitarse la bata y los guantes, me escuchó con aparente atención; no dijo nada; me miró con ojos de leve sorpresa y giró en sentido contrario hasta situarse de nuevo frente al cerebelo. Pidió por enésima vez la aguja de punta roma y –en absoluto silencio– puncionó de nuevo, pero esta vez en el hemisferio derecho. A menos de dos centímetros de profundidad la aguja se detuvo al chocar contra una masa de consistencia firme. Hasta los que sólo mirábamos notamos perfectamente que allí había algo más bien grande y duro.
Allí ardió Troya.
- ¡¡¡Me cago en la puta leche que mamó el radiólogo!!! ¡¡¡Me cago mil veces en el que puso la puta moneda en la puta placa!!! ¡¡¡Que suba ahora mismo el imbécil de radiólogo que hizo la prueba, que lo voy a matar con mis manos!!! ¡¡¡Aquí está el tumor!!! ¡¡¡Y es grande, como me parecía!!! ¡¡¡Me cago en la leche puta!!! ¡Menos mal que se dio cuenta Izquierdo, que estuvo muy astuto! ¡¡¡Tenía que haberme dado cuenta yo!!! ¡¡¡Me cago en el jodido radiólogo!!! ¡¡Que suba ahora mismo!!
Bedoya se excitó. El tumor era, en efecto, grande y estaba completamente pegado a la meninge dura y a otras estructuras profundas y firmes. Tuvo que ampliar la abertura craneal hacia la derecha y hacia arriba.
Trabajaba con ansiedad, febril, tenso, apasionado. Una vez más me recordaba al cazador que después de tener la pieza acorralada y herida ve con desesperación que la puede perder, y con fanática decisión se va a por ella cuchillo en mano, sin importarle ya otra cosa que hacerse con ella como sea.
Llegó un momento en que su impaciencia le hizo tirar con cierta brusquedad del tumor, que salió entero entre sus manos…”
En resumen, en este libro utilizo mi experiencia personal para ofrecer una novela, testimonio de una época, cuyo realismo trato de suavizar con una buena dosis de humor.
“El problema era que no me atrevía. Era tal el respeto que le teníamos al jefe (obviamente impuesto por él), que las palabras se me quedaban en la laringe y no era capaz de pronunciarlas.
Aún con todo, en lo que me pareció un oportuno silencio, y a pesar de que veía que el jefe estaba recomido de rabia y con un cabreo que le salía por las orejas, por no encontrar el tumor, me decidí a musitar:
- La enferma tenía una hipoacusia derecha...
No sé si lo dije tan bajo que nadie lo oyó, o simplemente que no me hicieron el menor caso. Era impensable que un residente se atreviera a sugerir al gran jefe el camino a seguir en una situación comprometida.
Pasaron cinco minutos más y el Dr. Bedoya se dio por vencido, cosa sorprendente en él, pero es que la enferma ya tenía el hemisferio cerebeloso izquierdo como un colador bien perforado, y allí no aparecía nada. Dijo entonces resignado:
- Bueno, ¡qué le vamos a hacer! Aquí, desde luego, no hay nada. Cierre Vd. García.
La triste realidad de haber abierto la cabeza de Matilde por la nuca y haberle destrozado el hemisferio cerebeloso izquierdo para nada, me hizo sentirme en el deber de hablar. Hice acopio de valor y de aliento y –aparentemente tranquilo– dije con voz serena y perfectamente audible:
- Cabe la posibilidad de que esté a la derecha. La enferma oía peor por ese lado y siempre puede haber un error en la marca de la radiografía. Sería raro pero pudiera ser...
El jefe supremo, que ya se empezaba a dar la vuelta para salir del campo quirúrgico y quitarse la bata y los guantes, me escuchó con aparente atención; no dijo nada; me miró con ojos de leve sorpresa y giró en sentido contrario hasta situarse de nuevo frente al cerebelo. Pidió por enésima vez la aguja de punta roma y –en absoluto silencio– puncionó de nuevo, pero esta vez en el hemisferio derecho. A menos de dos centímetros de profundidad la aguja se detuvo al chocar contra una masa de consistencia firme. Hasta los que sólo mirábamos notamos perfectamente que allí había algo más bien grande y duro.
Allí ardió Troya.
- ¡¡¡Me cago en la puta leche que mamó el radiólogo!!! ¡¡¡Me cago mil veces en el que puso la puta moneda en la puta placa!!! ¡¡¡Que suba ahora mismo el imbécil de radiólogo que hizo la prueba, que lo voy a matar con mis manos!!! ¡¡¡Aquí está el tumor!!! ¡¡¡Y es grande, como me parecía!!! ¡¡¡Me cago en la leche puta!!! ¡Menos mal que se dio cuenta Izquierdo, que estuvo muy astuto! ¡¡¡Tenía que haberme dado cuenta yo!!! ¡¡¡Me cago en el jodido radiólogo!!! ¡¡Que suba ahora mismo!!
Bedoya se excitó. El tumor era, en efecto, grande y estaba completamente pegado a la meninge dura y a otras estructuras profundas y firmes. Tuvo que ampliar la abertura craneal hacia la derecha y hacia arriba.
Trabajaba con ansiedad, febril, tenso, apasionado. Una vez más me recordaba al cazador que después de tener la pieza acorralada y herida ve con desesperación que la puede perder, y con fanática decisión se va a por ella cuchillo en mano, sin importarle ya otra cosa que hacerse con ella como sea.
Llegó un momento en que su impaciencia le hizo tirar con cierta brusquedad del tumor, que salió entero entre sus manos…”
En resumen, en este libro utilizo mi experiencia personal para ofrecer una novela, testimonio de una época, cuyo realismo trato de suavizar con una buena dosis de humor.