En el momento en que ocurre una tragedia, nos refugiamos en nuestro entorno, la familia y los amigos, pensando de manera inconsciente que cuando vemos en las noticias como el cáncer se ha llevado la vida de ese pobre niño que ni tan siquiera conocemos, o el desastre natural que ha segado las ilusiones de miles de personas sepultando sus frágiles vidas bajo toneladas de escombros, nunca nos tocará a nosotros. Quizá, algún tipo de sensor biológico se active en nuestra cabeza para evadir el miedo.
Todo ocurrió muy de prisa. No nos dimos cuenta y, si lo hicimos, nunca movimos un dedo para detenerlo. Sin embargo, fue entonces cuando la sumisa humanidad engañada durante décadas por unos dirigentes sin escrúpulos, se desvaneció; al menos durante un tiempo.
Aquellos que nos tenían que proteger, amparados por la democracia, grandes hombres podridos de dinero gracias al sudor amargo de la población, fueron los primeros en abandonar España.
Todos lo sabíamos. Desde el primer momento en que transportamos desde África a Madrid al misionero español infectado con ébola.
Lo sabíamos.
No dijimos nada. Como siempre. Callamos por miedo a que Europa nos tratara como si fuéramos animales sin compasión por dejar abandonado a uno de los nuestros a una muerte segura, o quizás para intentar demostrar sin éxito lo que no éramos, manifestando una vez más la incapacidad de nuestro gobierno.
Millones de españoles estábamos en nuestras casas, cenando con nuestras familias, cuando ocurrió.
Ese día fue el principio del fin.
Todo ocurrió muy de prisa. No nos dimos cuenta y, si lo hicimos, nunca movimos un dedo para detenerlo. Sin embargo, fue entonces cuando la sumisa humanidad engañada durante décadas por unos dirigentes sin escrúpulos, se desvaneció; al menos durante un tiempo.
Aquellos que nos tenían que proteger, amparados por la democracia, grandes hombres podridos de dinero gracias al sudor amargo de la población, fueron los primeros en abandonar España.
Todos lo sabíamos. Desde el primer momento en que transportamos desde África a Madrid al misionero español infectado con ébola.
Lo sabíamos.
No dijimos nada. Como siempre. Callamos por miedo a que Europa nos tratara como si fuéramos animales sin compasión por dejar abandonado a uno de los nuestros a una muerte segura, o quizás para intentar demostrar sin éxito lo que no éramos, manifestando una vez más la incapacidad de nuestro gobierno.
Millones de españoles estábamos en nuestras casas, cenando con nuestras familias, cuando ocurrió.
Ese día fue el principio del fin.