El amargo tránsito de Jacinto Cotino

En su lecho de muerte mi padre, en uniforme de gala, me llamó a su cuarto.
—Hijo mío, júrame que cuidarás de tu madre y mantendrás bien alto el honor de esta casa.
Lo juré entre abundante llanto y mientras él cerraba los ojos salí emocionado del fúnebre dormitorio llevándome el poco dinero que encontré en su cartera. Con aquellas monedas compré, siendo todavía un niño, mi primer bote de anchoas, que me comí a escondidas en mi habitación para no compartirlo con nadie mientras fuera las mujeres se deshacían en un mar de lágrimas.
Mi vida no ha sido fácil desde entonces, pero nunca he rehuido los principios morales que me inculqué yo mismo y que siguen rigiendo mi devenir. Por ellos he renunciado a una vida de lujos y a alternar en sociedad, pero a cambio, manteniéndome firme he alcanzado la madurez sin haber trabajado jamás y sin que las perturbaciones que alteran el espíritu de los hombres me hayan obligado a abandonar el sofá. Carezco de grandes necesidades y las cervezas baratas me colman igual que los vinos de grandes añadas. Siempre he sido leal, salvo cuando mis necesidades económicas me han obligado a traicionar a mis seres queridos. Y no he faltado a mi palabra si no obtenía con ello algún beneficio, por pequeño que fuera. Los pusilánimes me critican y dicen que no llegaré a nada. No me conocen. Yo soy Jacinto. Jacinto Cotino.