El diablo se suele asociar con el mal en un sentido amplio, sin ninguna precisión. Puede ser el Señor de las Sombras, con las características que lo remiten a una vasta y conocida iconografía, pero también puede ser algo indefinido, muy presente en la existencia humana. Hablar del diablo siempre es arriesgado, y los temas referentes a él se pueden englobar en dos grandes grupos: el primero, de orden teológico; el segundo, psicológico. Desde el primer punto de vista, el diablo es un ente sobre el cual los teólogos se interrogan desde hace mucho tiempo y proponen interpretaciones cultas. Pero, al final, acaban presentando una visión muy alejada de la figura un poco absurda de nuestras tradiciones y del imaginario colectivo. Existe, pues, un contraste entre aquello que los estudiosos de la religión definen como diablo, y aquello que acompaña desde siempre a la representación que cada uno se ha formado de esta criatura. El segundo aspecto es de índole psicológico, ya que el diablo provoca en las personas, incluso entre quienes no «creen», una especie de inquietud, una sensación que va más allá de la fe y de la propia religión. La relación de la humanidad con el diablo está marcada por un pesado velo de ambigüedad que, de hecho, es la prerrogativa específica de quien fue ángel y luego se convirtió en el emblema de la parte oscura del hombre.
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