Al Siglo XVII se le llamó el Siglo de las Luces y la Era de la Razón debido al movimiento intelectual y cultural que inició el esclarecimiento de la oscuridad mental en el Occidente. Lumiéres, en francés; Enlightenment, en inglés; y Aufklärung, en alemán, significó lo mismo para los tres países europeos en donde, como un abrir de flor, se abrió ese período de entendimiento llamado La Iluminación. La gente inteligente comenzó a arrancarse la más insana de las tres raíces, esa que el Buddha denominó “La ignorancia, la peor de las manchas, la mayor mancha de todas”. El conocimiento inició una lucha contra la superstición de los menos inteligentes y la tiranía de sus líderes religiosos, moviéndoles el pedestal en el que se encumbraban con sus ritos y ceremonias, dándole así camino libre a la ciencia.
La Era de la Razón estableció una filosofía cimentada en la excelencia del conocimiento racional y científico, para contrarrestar la fe ciega en revelaciones celestiales a través de arúspices, sirviendo a posteriori como motor de la Revolución francesa y la Revolución Industrial inglesa, así como del capitalismo y el comunismo, su contraparte. Pero, este último se arrogó la bandera del ateísmo para sus fines, manchándola de odio y limpiándola de compasión, mientras que avivaba las diferencias entre unos y otros, lanzando además sobre ambos el resentimiento lógico de los menos inteligentes.
Desde entonces, el mundo se fue polarizando más y más, convirtiéndose el teísmo en antiateísmo, y el ateísmo en antiteísmo, llegando a los extremos de intolerancia que provocan el fanatismo en el teísmo y el nihilismo en el ateísmo. Nada ilustra mejor este punto que la frase de Bakunin: Si Dios existiera realmente, habría que abolirlo, vs. la de Voltaire: Si Dios no existiera, habría que inventarlo.
Y, en el medio, estorbando, en vez de equilibrando, el agnosticismo insípido, cobarde, listo para huir ante el primer cuestionamiento. Estorbando, porque, justo en el medio de los dos extremos está el Sendero que el Buddha descubrió, conducente a una maravillosa ultramundanidad en la que no hay un ser supremo omnisciente, omnipresente y omnipotente que la rija, pero, llena de esa paz y esa felicidad que solo puede ser encontrada más allá de la realidad convencional, en la realidad última.
La Iluminación del Siglo XVII fue un paso imprescindible para la liberación mundanal a través del razonamiento, mas el razonar solo funciona en lo mundano, nunca en lo ultramundano. Cualquier ser inteligente puede comprobarlo fácilmente. Exprime su cerebro hasta convertirlo en bagazo para resolver algún problema y la solución le “cae del cielo” solo cuando deja de luchar y olvida el asunto.
Ahora: si bien el razonamiento no nos puede llevar hasta la ultramundanidad, es absolutamente necesario para encaminarnos hasta sus puertas porque es la brújula que nos conduce a ellas. No es, por tanto, casual, que solo quienes hayan razonado inteligentemente hasta el límite, sean los más aptos para entender y seguir el camino que conduce a la Iluminación definitiva. Esto lo descubrieron los mismos europeos en el buddhismo durante la colonización de Asia, dos siglos después, que luego llevaron al continente americano. Hablo solamente del buddhismo original de Tradición Theravada.
El buddhismo de los antiguos, la más estricta ortodoxia, cercano a la ciencia y alejado de esa santería védica que compite con la católica, en las que se refugian quienes se aferran temerosos a cualquier mito para no cruzar la raya amarilla y decir valientemente, pero, sin odios: ¡YO NO CREO EN DIOS!
La Era de la Razón estableció una filosofía cimentada en la excelencia del conocimiento racional y científico, para contrarrestar la fe ciega en revelaciones celestiales a través de arúspices, sirviendo a posteriori como motor de la Revolución francesa y la Revolución Industrial inglesa, así como del capitalismo y el comunismo, su contraparte. Pero, este último se arrogó la bandera del ateísmo para sus fines, manchándola de odio y limpiándola de compasión, mientras que avivaba las diferencias entre unos y otros, lanzando además sobre ambos el resentimiento lógico de los menos inteligentes.
Desde entonces, el mundo se fue polarizando más y más, convirtiéndose el teísmo en antiateísmo, y el ateísmo en antiteísmo, llegando a los extremos de intolerancia que provocan el fanatismo en el teísmo y el nihilismo en el ateísmo. Nada ilustra mejor este punto que la frase de Bakunin: Si Dios existiera realmente, habría que abolirlo, vs. la de Voltaire: Si Dios no existiera, habría que inventarlo.
Y, en el medio, estorbando, en vez de equilibrando, el agnosticismo insípido, cobarde, listo para huir ante el primer cuestionamiento. Estorbando, porque, justo en el medio de los dos extremos está el Sendero que el Buddha descubrió, conducente a una maravillosa ultramundanidad en la que no hay un ser supremo omnisciente, omnipresente y omnipotente que la rija, pero, llena de esa paz y esa felicidad que solo puede ser encontrada más allá de la realidad convencional, en la realidad última.
La Iluminación del Siglo XVII fue un paso imprescindible para la liberación mundanal a través del razonamiento, mas el razonar solo funciona en lo mundano, nunca en lo ultramundano. Cualquier ser inteligente puede comprobarlo fácilmente. Exprime su cerebro hasta convertirlo en bagazo para resolver algún problema y la solución le “cae del cielo” solo cuando deja de luchar y olvida el asunto.
Ahora: si bien el razonamiento no nos puede llevar hasta la ultramundanidad, es absolutamente necesario para encaminarnos hasta sus puertas porque es la brújula que nos conduce a ellas. No es, por tanto, casual, que solo quienes hayan razonado inteligentemente hasta el límite, sean los más aptos para entender y seguir el camino que conduce a la Iluminación definitiva. Esto lo descubrieron los mismos europeos en el buddhismo durante la colonización de Asia, dos siglos después, que luego llevaron al continente americano. Hablo solamente del buddhismo original de Tradición Theravada.
El buddhismo de los antiguos, la más estricta ortodoxia, cercano a la ciencia y alejado de esa santería védica que compite con la católica, en las que se refugian quienes se aferran temerosos a cualquier mito para no cruzar la raya amarilla y decir valientemente, pero, sin odios: ¡YO NO CREO EN DIOS!