La voz del caballero Agilulfo llegaba metálica desde dentro del yelmo cerrado, como si no fuera una garganta sino la propia chapa de la armadura la que vibrase. Y es que, en efecto, la armadura estaba hueca, Agilulfo no existía. Solo a costa de fuerza de voluntad, de convicción, había logrado forjarse una identidad para combatir contra los infieles en el ejército de Carlomagno. Agilulfo puso todas sus fuerzas en un orden deseado y lo hizo con tal sentido de la exactitud que consiguió robar el corazón a la altiva amazona Bradamante. En esta novela de aventuras –teñida de un delicioso sentido del humor–, que es a la vez una poética fábula sobre la identidad, sobre la diferencia entre ser y creer que se es, Calvino se pregunta la razón por la que un hombre es amado, por la que otro desea vengarse, por la que un tercero se considera hijo, amante, amigo o caballero. La respuesta se encuentra tal vez en la pregunta misma, en su melancolía y su extrañeza.
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