Todos los veranos la señora White pasaba sus vacaciones desde mediados de diciembre hasta las Pascuas, en su pequeño castillo construido en los años ’20, una joya que resiste apretada entre conventillos de turistas. Desde la rambla se lo contempla con la arrogancia de la aristocracia argentina que paseó allí sus ambiciones estivales, huyendo despavorida por la irrupción de la ascendente sociedad plebeya e inmigrante, que tuvo el tupé de copar para sí en los años ´50.
Aún perdido, el castillo de la señora White muestra un alicaído pero nada desdeñable presente. Tiene dos entradas: una principal y otra de servicio; desde la primera se ingresa al vestíbulo de arcadas en medio punto y cristales grabados, ya adentro, nos recibe un gran living divido visualmente solo por columnas y una gran vista hacia el mar. Los sillones de estilo rodean la chimenea de mármol principal y sobre ella jugando con las luces y las sombras del ambiente se disfruta una pintura de Ernesto de la Cárcova.
Aún perdido, el castillo de la señora White muestra un alicaído pero nada desdeñable presente. Tiene dos entradas: una principal y otra de servicio; desde la primera se ingresa al vestíbulo de arcadas en medio punto y cristales grabados, ya adentro, nos recibe un gran living divido visualmente solo por columnas y una gran vista hacia el mar. Los sillones de estilo rodean la chimenea de mármol principal y sobre ella jugando con las luces y las sombras del ambiente se disfruta una pintura de Ernesto de la Cárcova.