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    El Dragón Huérfano y la Niña Suertuda. (Crimzon and Clover nº 1)

    Por M. R. Mathias

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    Crimzon & Clover I: El Dragón Huérfano y la Niña Suertuda.
    por M.R. Mathias

    Translated by Paul Andreas Wunderlich
    Traducción por Paul Andreas Wunderlich

    El dragoncillo, apenas recién salido del cascarón, restregó su cabecilla cornuda en contra del bulto inerte del cadáver de su madre. Sin mayor respuesta por parte del cuerpo, el dragoncillo escuchimizado se quejó, relleno de un remordimiento penoso que lo perseguiría por el resto de su vida. Instintivamente elevó su cabecilla y emitió un llanto de un timbre alto y petrificante, pues la tristeza le estaba agobiando desde ya. El sonido fue tan estremecedor que una madre dragón (o cualquier madre, realmente) hubiese sido convocada de donde estuviese por tal el alarido que el chiquillo emitió, y le hubiese nutrido aquella tripa que amenazaba romper al chiquillo en dos por la hambruna desesperada que sentía. La madre, al escuchar aquel llanto, hubiese cazado fuese lo que fuere con tal de nutrir a su pequeño. El llanto no le consiguió mucho al chiquillo y prestamente se fatigaba; estaba entrando en un cansancio irremediable y en una grave frustración tras no poder suscitar el cuerpo inerte del cadáver de su madre. Es así que entre el cansancio y la desesperanza, cayó, obnubilado, en sueño profundo. Su madre estaba muerta y nada podría cambiar esa realidad.
    Siendo los dragones de una inteligencia envidiable, son enseñados desde pequeños por sus madres aquellas hazañas y dotes que necesitarían para sobrevivir en un mundo robusto y cruel, especialmente en un mundo cohabitado por humanos. Lastimosamente, por algún infortunio, la madre de este dragoncillo llevaba ya cuatro días de estar muerta, y toda aquella enseñanza quedaría rezagada al olvido o a la suerte. Su madre fue alguna vez la reina imperante del complejo de montañas que rodeaba a su nido, pues era una depredadora voraz. Tristemente, su pequeño reinado había finalizado sin mayor fama ni gloria.
    Fue hace años que mamá dragón convocó a una pareja y con la semilla poderosa de aquél, quedó preñada. Al cabo del tiempo dio luz a un par de huevos preciosos en una caverna remota de los pasares rocosos de las montañas. Tal y como todas las hembras dragón harían al poner un huevo, inició a marcar el territorio en un perímetro extenso alrededor de su nido, ahuyentando a toda criatura que pudiese provocarle daño a sus recién nacidos huevos por kilómetros de distancia. Por supuesto, las criaturas que vivían alrededor, sabiendo lo que les convenía, aprendieron pronto qué cavernas utilizar y aquellas cuales debían respetar con distancia, pues afrontarse a mamá dragón embravecida sería cosa desastrosa. La madre luego de saber que su trabajo estuvo forjado y el perímetro establecido, regresó a su nido a empollar a su futuro retoño metódica y cariñosamente.
    El día que los dragoncillos eclosionaron del huevo, finalmente luego de años de maternal espera, la madre dragón no pudiese haberse sentido más satisfecha con su laboriosa tarea maternal. Ávidamente inició a engatusar a los chiquitillos fuera del cascarón. Inmediatamente les dio de comer su primer bocadillo perteneciente a las carnes de un ciervo que derribó exclusivamente para ellos. Los dragoncillos devoraron la carne sin mayor demora, pues claro es que al salir del cascarón el hambre que sobreviene a cualquier ser es voraz. La madre irradió felicidad al ver que los pequeños iniciaban a juguetear entre ellos, empujándose y tirándose por doquier, revolcándose sobre el suelo de gravilla. Le enternecía verlos aletear las alas inmaduras y menear los músculos fláccidos. De vez en cuando, uno de ellos cesaba movimiento alguno al quedar pasmado por alguna maravilla de la vida, y en torno, expelía un eructo de humo para expresar su apruebo. Entre aquellas veces, filamentos de fuego acompañaban al eructo de humo a través de sus bocas recubiertas con dientecillos filudos.
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