VII PREMIO DE NOVELA "FRANCISCO UMBRAL"
Navidad de 1999. El mundo se prepara para el fin del milenio. Como un anticipo de catástrofes venideras, una ola de crímenes sacude la ciudad. Pero esto no inquieta al solitario protagonista de esta historia, a quien encontramos dando los últimos toques a su belén. Lo que nuestro fotógrafo ignora es que está a punto de embarcarse en la más extraña e hilarante de las aventuras. En su particular descenso a los infiernos le servirá de guía el inspector Facundo Moya, un policía fascista y brutal que, sin embargo, es tal vez el único héroe en un mundo de canallas.
"El fotógrafo que hacía belenes" no trata sobre fotografía ni sobre belenes. Es más bien un relato sobre la mala vida, habitado por personajes menesterosos, violentos y marginales, pero a la vez entrañables, instalados en el submundo de una ciudad de provincias. Una trama desquiciada y trepidante que nos arrastra de una página a otra entre sorpresa y jolgorio hasta que, sin respiro, agotamos la lectura.
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Reseña de Andrés Pau en el diario "Levante" de Valencia:
En una ciudad manchega se están sucediendo una serie de crímenes —al parecer rituales— en las vísperas del cambio de siglo y de milenio, en la programática fecha de diciembre de 1999. Un fotógrafo que hace belenes —un pobre tipo onanista, solitario, gordo, cincuentón y aburrido— y un policía de corte franquista, brutal, borrachín, temerario y putero se ven inmersos —sin pretenderlo— en el ojo del huracán. Dos antihéroes, un Sancho quijotizado a través del valor —el inspector— y un Sancho a secas —el fotógrafo— tienen que resolver el secuestro de un fulana de club de carretera. A partir de aquí una trama trepidante, donde los golpes de efecto son los justos, siempre tamizados por la carcajada —en ocasiones rotunda, descomunal, en otras sostenida a través de la sonrisa durante varias páginas— y la acción. Hablábamos más arriba del lenguaje, que considerábamos el mayor logro de la novela. Una novela que se desarrolla en La Mancha y cuyos protagonistas son dos tipos que casi siempre van juntos y reciben golpes por todas partes pero se empeñan en seguir avanzando, sólo puede ser un secreto homenaje a Cervantes, y en concreto a la forma de escribir de don Miguel, el del cuarto centenario. Una prosa, pues, cervantina, cuidadísima, de períodos largos, cadenciosos, con múltiples juegos de palabras, unas descripciones exactas, diáfana… Y la desmitificación, la iconoclastia o la gamberrada a secas, —¿por qué no?— es otro elemento de honda estirpe cervantina. Hablábamos también de multitud de citas intertextuales, no tanto a través de la escritura como de los personajes que aparecen en la novela: "Ironside", un ex guardia civil tetrapléjico tras un atentado que investiga el mundo a través de Internet con un puntero en la cabeza, un pastor de ovejas que es profesor de filosofía en excedencia, la madre del fotógrafo, de beata de misa diaria a puta de arrabal en Buenos Aires o Montevideo, o el líder argentino de una secta satánica —ciego y admirador de Borges— a quien le practican felaciones sentado en una especie de trono ritual mientras una modelo desnuda lee poemas del maestro son algunos de los personajes secundarios más conseguidos de "El fotógrafo que hacía belenes".
Estamos, pues, ante una novela divertidísima, trepidante, amena como pocas. Un gozo para cualquier lector atento, que no debería dejar pasar la ocasión de leerla.
Navidad de 1999. El mundo se prepara para el fin del milenio. Como un anticipo de catástrofes venideras, una ola de crímenes sacude la ciudad. Pero esto no inquieta al solitario protagonista de esta historia, a quien encontramos dando los últimos toques a su belén. Lo que nuestro fotógrafo ignora es que está a punto de embarcarse en la más extraña e hilarante de las aventuras. En su particular descenso a los infiernos le servirá de guía el inspector Facundo Moya, un policía fascista y brutal que, sin embargo, es tal vez el único héroe en un mundo de canallas.
"El fotógrafo que hacía belenes" no trata sobre fotografía ni sobre belenes. Es más bien un relato sobre la mala vida, habitado por personajes menesterosos, violentos y marginales, pero a la vez entrañables, instalados en el submundo de una ciudad de provincias. Una trama desquiciada y trepidante que nos arrastra de una página a otra entre sorpresa y jolgorio hasta que, sin respiro, agotamos la lectura.
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Reseña de Andrés Pau en el diario "Levante" de Valencia:
En una ciudad manchega se están sucediendo una serie de crímenes —al parecer rituales— en las vísperas del cambio de siglo y de milenio, en la programática fecha de diciembre de 1999. Un fotógrafo que hace belenes —un pobre tipo onanista, solitario, gordo, cincuentón y aburrido— y un policía de corte franquista, brutal, borrachín, temerario y putero se ven inmersos —sin pretenderlo— en el ojo del huracán. Dos antihéroes, un Sancho quijotizado a través del valor —el inspector— y un Sancho a secas —el fotógrafo— tienen que resolver el secuestro de un fulana de club de carretera. A partir de aquí una trama trepidante, donde los golpes de efecto son los justos, siempre tamizados por la carcajada —en ocasiones rotunda, descomunal, en otras sostenida a través de la sonrisa durante varias páginas— y la acción. Hablábamos más arriba del lenguaje, que considerábamos el mayor logro de la novela. Una novela que se desarrolla en La Mancha y cuyos protagonistas son dos tipos que casi siempre van juntos y reciben golpes por todas partes pero se empeñan en seguir avanzando, sólo puede ser un secreto homenaje a Cervantes, y en concreto a la forma de escribir de don Miguel, el del cuarto centenario. Una prosa, pues, cervantina, cuidadísima, de períodos largos, cadenciosos, con múltiples juegos de palabras, unas descripciones exactas, diáfana… Y la desmitificación, la iconoclastia o la gamberrada a secas, —¿por qué no?— es otro elemento de honda estirpe cervantina. Hablábamos también de multitud de citas intertextuales, no tanto a través de la escritura como de los personajes que aparecen en la novela: "Ironside", un ex guardia civil tetrapléjico tras un atentado que investiga el mundo a través de Internet con un puntero en la cabeza, un pastor de ovejas que es profesor de filosofía en excedencia, la madre del fotógrafo, de beata de misa diaria a puta de arrabal en Buenos Aires o Montevideo, o el líder argentino de una secta satánica —ciego y admirador de Borges— a quien le practican felaciones sentado en una especie de trono ritual mientras una modelo desnuda lee poemas del maestro son algunos de los personajes secundarios más conseguidos de "El fotógrafo que hacía belenes".
Estamos, pues, ante una novela divertidísima, trepidante, amena como pocas. Un gozo para cualquier lector atento, que no debería dejar pasar la ocasión de leerla.