La muerte, el paso hacia la otra vida, es el enigma más investigado por la Humanidad, tanto como lo es la causa de nuestra propia existencia. Quizá inmersos en un círculo eterno, con miles de vidas, y cuyo destino final debería ser un lugar o existencia más placentera, los seres humanos han buscado multitud de recursos para tranquilizar nuestros enloquecidos espíritus, en un intento de comprender la razón de vivir y morir.
Las religiones han aportado no pocas esperanzas a sus fieles, pues la mayoría les aseguran que justo al final de esta existencia carnal habrá otra (o varias), bien sea para llegar a un paraíso o para adorar a un Dios omnipotente cuya sola visión asegurará la felicidad. No obstante, estas conjeturas no han podido impedir que en Occidente la idea de la muerte siga inspirando pensamientos lúgubres, en ocasiones de pánico, mientras que en otras civilizaciones más antiguas morir es, simplemente, cambiar, empezar de nuevo. El final de la vida sería el comienzo de la Nueva Vida, o en un lenguaje más simbólico, la Muerte de lo Viejo, seguido del Nacimiento de lo Nuevo o el Renacimiento. “Algo debe morir para que podamos nacer”, sería una frase inspiradora de tal pensamiento.
Por ello, si existe un concepto apasionante en el pensamiento de los seres humanos, este es el de la Reencarnación. Puesto que es un hecho asumido que somos mortales y que nuestra vida no se prolongará mucho más allá de los 80 años -y eso si tenemos suerte-, la posibilidad de poder prolongar nuestra existencia una y otra vez nos resulta más interesante que la idea de morir para siempre.
Es probable que no exista ni una sola persona que no haya pensado alguna vez a lo largo de su vida sobre qué es lo que sucede una vez que morimos. Este pensamiento nos persigue especialmente cuando tenemos que asistir al entierro de un ser querido, cuando padecemos una enfermedad severa y, muy intensamente, cuando llegamos a la frontera de los 50 y nos planteamos nuestro incierto futuro. Antes, en la juventud, la muerte es algo que ocurre “a los mayores”, o a las personas que tienen “mala suerte” y sufren un accidente mortal en la carretera. La vemos tan lejana que ni siquiera nos cuestionamos que nosotros estamos ya, invariablemente, como mortales, en esa lista de futuros fallecidos.
Al cumplir la cincuentena llegan la mayoría de las crisis existenciales, pues junto con las pocas posibilidades profesionales que el futuro nos puede deparar, la vida sentimental ya no ofrece tantas oportunidades de freno y vuelta a empezar. Igualmente, somos conscientes que el decaimiento inexorable del cuerpo no lo podremos detener con curas de adelgazamiento, gimnasia agotadora, ni píldoras rejuvenecedoras. Algunos ilusos, especialmente mujeres, se gastan ingentes cantidades de dinero en cremas de belleza y clínicas de cirugía estética, en un intento vano de detener lo que es imposible. Afortunadamente, las religiones y los parapsicólogos nos dan una brisa de esperanza y nos aseguran, aunque ninguno de ellos nos aportan pruebas fehacientes, que existen otras formas de vida, algunas ciertamente apasionantes, como quienes nos hablan de un Cielo eterno en el cual solamente hay felicidad y ausencia de dolor.
La reencarnación no es una opción de eternidad mejor que otras, ya que posiblemente nos toque volver a repetir el penoso calvario de la vida humana, con las mismas peleas, hambre, guerras y el ineludible trabajo. Sin embargo, es una opción vital que nos gusta, pues a fin de cuentas ya conocemos en qué consiste la vida. Las demás opciones, especialmente aquellas que nos hablan de espíritus, almas o entes inmateriales, nos dan un poco de miedo y preferimos, si pudiéramos elegir, aquello de “más vale lo malo conocido...”. Afortunadamente, ahora sabemos que si tenemos suerte podremos igualmente volver a disfrutar del amor por la pareja y los hijos, del placer de estar en plena naturaleza o de recrearnos con las maravillas artísticas realizadas por el Hombre.
Las religiones han aportado no pocas esperanzas a sus fieles, pues la mayoría les aseguran que justo al final de esta existencia carnal habrá otra (o varias), bien sea para llegar a un paraíso o para adorar a un Dios omnipotente cuya sola visión asegurará la felicidad. No obstante, estas conjeturas no han podido impedir que en Occidente la idea de la muerte siga inspirando pensamientos lúgubres, en ocasiones de pánico, mientras que en otras civilizaciones más antiguas morir es, simplemente, cambiar, empezar de nuevo. El final de la vida sería el comienzo de la Nueva Vida, o en un lenguaje más simbólico, la Muerte de lo Viejo, seguido del Nacimiento de lo Nuevo o el Renacimiento. “Algo debe morir para que podamos nacer”, sería una frase inspiradora de tal pensamiento.
Por ello, si existe un concepto apasionante en el pensamiento de los seres humanos, este es el de la Reencarnación. Puesto que es un hecho asumido que somos mortales y que nuestra vida no se prolongará mucho más allá de los 80 años -y eso si tenemos suerte-, la posibilidad de poder prolongar nuestra existencia una y otra vez nos resulta más interesante que la idea de morir para siempre.
Es probable que no exista ni una sola persona que no haya pensado alguna vez a lo largo de su vida sobre qué es lo que sucede una vez que morimos. Este pensamiento nos persigue especialmente cuando tenemos que asistir al entierro de un ser querido, cuando padecemos una enfermedad severa y, muy intensamente, cuando llegamos a la frontera de los 50 y nos planteamos nuestro incierto futuro. Antes, en la juventud, la muerte es algo que ocurre “a los mayores”, o a las personas que tienen “mala suerte” y sufren un accidente mortal en la carretera. La vemos tan lejana que ni siquiera nos cuestionamos que nosotros estamos ya, invariablemente, como mortales, en esa lista de futuros fallecidos.
Al cumplir la cincuentena llegan la mayoría de las crisis existenciales, pues junto con las pocas posibilidades profesionales que el futuro nos puede deparar, la vida sentimental ya no ofrece tantas oportunidades de freno y vuelta a empezar. Igualmente, somos conscientes que el decaimiento inexorable del cuerpo no lo podremos detener con curas de adelgazamiento, gimnasia agotadora, ni píldoras rejuvenecedoras. Algunos ilusos, especialmente mujeres, se gastan ingentes cantidades de dinero en cremas de belleza y clínicas de cirugía estética, en un intento vano de detener lo que es imposible. Afortunadamente, las religiones y los parapsicólogos nos dan una brisa de esperanza y nos aseguran, aunque ninguno de ellos nos aportan pruebas fehacientes, que existen otras formas de vida, algunas ciertamente apasionantes, como quienes nos hablan de un Cielo eterno en el cual solamente hay felicidad y ausencia de dolor.
La reencarnación no es una opción de eternidad mejor que otras, ya que posiblemente nos toque volver a repetir el penoso calvario de la vida humana, con las mismas peleas, hambre, guerras y el ineludible trabajo. Sin embargo, es una opción vital que nos gusta, pues a fin de cuentas ya conocemos en qué consiste la vida. Las demás opciones, especialmente aquellas que nos hablan de espíritus, almas o entes inmateriales, nos dan un poco de miedo y preferimos, si pudiéramos elegir, aquello de “más vale lo malo conocido...”. Afortunadamente, ahora sabemos que si tenemos suerte podremos igualmente volver a disfrutar del amor por la pareja y los hijos, del placer de estar en plena naturaleza o de recrearnos con las maravillas artísticas realizadas por el Hombre.