En el voluptuoso abandono de las fiestas íntimas, cuando sus adoradores, después de las sacramentales libaciones de las cenas opíparas, envolvíanla en el fervor de sus halagos, Mata Hari se complacía en evocar, exaltados por la nostalgia, los recuerdos de su niñez claustral… Mas no vayáis a figuraros que era la imagen de un beaterio en las márgenes de un canal brumoso lo que entonces acudía a su memoria. No. Lo que ella misma había escrito pocos años antes sobre su origen parecía habérsele olvidado por completo. ¿Europea, ella? ¿Hija de un buen mercader de Leuwarden? ¿Discípula de la escuela de Cammingha State?... De ningún modo. Su nueva historia nada tenía de burguesa. Era un cuento, un cuento de Las mil y una noches, un cuento de azul, de oro y de púrpura, en el que las imágenes más extrañas palpitaban al ritmo de las músicas exóticas.
—Yo —decía— nací en el sur de la India, en las costas de Malabar, en una ciudad santa que se llama Jaffuapatam, en el seno de una familia de la casta sagrada de los brahmanes. Mi padre, Suprachetty, era llamado, a causa de su espíritu caritativo y piadoso, Assirvadam, lo que significa Bendición de Dios. Mi madre, gloriosa bayadera del templo de Kanda Swany, murió a los catorce años, el día mismo de mi nacimiento. Los sacerdotes, después de quemar su cadáver, adoptáronme y me pusieron Mata Hari, lo que quiere decir Pupila de la aurora. Luego, cuando pude dar un paso, me encerraron ene l gran patio subterráneo de la pagoda de Siva, para enseñarme, siguiendo las huellas maternales, los santos ritos de la danza. De mis primeros años no quedan en mi memoria sino los recuerdos vagos de una existencia monótona, en la que, después de imitar automáticamente, durante las largas horas matinales, los movimientos de las bayaderas, pasábame las tardes en el jardín, trenzando guirnaldas de jazmines para adornar los altares priápicos del templo. Pero al llegar a la pubertad, la gran maestra, que veía en mí a una criatura predestinada, decidió consagrarme a Siva, iniciándome en sus misterios una noche de la sakty-pudja de primavera…
En este punto de sus evocaciones, algo como un temblor sagrado apoderábase, según parece, del cuerpo de la bailadora.
—¿Tenéis idea de los que es el sakty-pudja de la pagoda de Kanda-Swany?— preguntaba a sus adoradores prosternados.
Y aquellos magnates europeos, entre los cuales solía haber académicos y ministros, veíanse obligados a confesar en coro que ignoraban lo que son las saturnales brahmánicas de la India.
Entonces ella, animada por el vino, por la vanidad, por la luz, por los perfumes, por la lujuria, explicaba, ilustrando sus discursos con actitudes y movimientos más elocuentes que las palabras, los misterios de la Noche Suprema, en la cual los fakires saborean en vida los deleites crueles y divinos del paraíso de Siva. Las primeras horas de la fiesta están siempre consagradas a las meditaciones silenciosas en una atmósfera de opio y de languidez. De pronto, allá cuando los Magos descubren en el cielo los signos de las Tres Diosas, las orquestas comienzan a estirar, en la sombra, las notas de sus alucinantes armonías. Entre las frondas espesas de la jungla, un murmullo misterioso anuncia el despertar de las serpientes sagradas que, reconociendo los ritmos de sus danzas, se encaminan hacia el templo donde Siva espera sus homenajes… Y bailan… Y mezcladas con ellas, tortuosas como ellas, como ellas frígidas en su desnudez cubierta de pedrerías, las bayaderas bailan también…
—Yo —decía— nací en el sur de la India, en las costas de Malabar, en una ciudad santa que se llama Jaffuapatam, en el seno de una familia de la casta sagrada de los brahmanes. Mi padre, Suprachetty, era llamado, a causa de su espíritu caritativo y piadoso, Assirvadam, lo que significa Bendición de Dios. Mi madre, gloriosa bayadera del templo de Kanda Swany, murió a los catorce años, el día mismo de mi nacimiento. Los sacerdotes, después de quemar su cadáver, adoptáronme y me pusieron Mata Hari, lo que quiere decir Pupila de la aurora. Luego, cuando pude dar un paso, me encerraron ene l gran patio subterráneo de la pagoda de Siva, para enseñarme, siguiendo las huellas maternales, los santos ritos de la danza. De mis primeros años no quedan en mi memoria sino los recuerdos vagos de una existencia monótona, en la que, después de imitar automáticamente, durante las largas horas matinales, los movimientos de las bayaderas, pasábame las tardes en el jardín, trenzando guirnaldas de jazmines para adornar los altares priápicos del templo. Pero al llegar a la pubertad, la gran maestra, que veía en mí a una criatura predestinada, decidió consagrarme a Siva, iniciándome en sus misterios una noche de la sakty-pudja de primavera…
En este punto de sus evocaciones, algo como un temblor sagrado apoderábase, según parece, del cuerpo de la bailadora.
—¿Tenéis idea de los que es el sakty-pudja de la pagoda de Kanda-Swany?— preguntaba a sus adoradores prosternados.
Y aquellos magnates europeos, entre los cuales solía haber académicos y ministros, veíanse obligados a confesar en coro que ignoraban lo que son las saturnales brahmánicas de la India.
Entonces ella, animada por el vino, por la vanidad, por la luz, por los perfumes, por la lujuria, explicaba, ilustrando sus discursos con actitudes y movimientos más elocuentes que las palabras, los misterios de la Noche Suprema, en la cual los fakires saborean en vida los deleites crueles y divinos del paraíso de Siva. Las primeras horas de la fiesta están siempre consagradas a las meditaciones silenciosas en una atmósfera de opio y de languidez. De pronto, allá cuando los Magos descubren en el cielo los signos de las Tres Diosas, las orquestas comienzan a estirar, en la sombra, las notas de sus alucinantes armonías. Entre las frondas espesas de la jungla, un murmullo misterioso anuncia el despertar de las serpientes sagradas que, reconociendo los ritmos de sus danzas, se encaminan hacia el templo donde Siva espera sus homenajes… Y bailan… Y mezcladas con ellas, tortuosas como ellas, como ellas frígidas en su desnudez cubierta de pedrerías, las bayaderas bailan también…