"Me has dicho: Padre, lo estoy pasando muy mal. Y te he respondido al oído: toma sobre tus hombros una partecica de esa cruz, sólo una parte pequeña. Y si ni siquiera así puedes con ella,... déjala toda entera sobre los hombros fuertes de Cristo. Y ya desde ahora, repite conmigo: "Señor, Dios mío: en tus manos abandono lo pasado y lo presente y lo futuro, lo pequeño y lo grande, lo poco y lo mucho, lo temporal y lo eterno". Y quédate tranquilo" (San Josemaría Escrivá, Vía Crucis, 1981, VII Estación, 3). El hombre está llamado a la felicidad. Parece que anhelamos una vida pasada (la del Paraíso), en donde esa felicidad no tenía limitaciones, más allá de las de nuestra propia naturaleza. Pero se presentó el pecado y con él, el dolor y la muerte, que siempre están, de alguna forma, presentes en nuestras vidas. Todos experimentamos esa aversión a la enfermedad, a la contradicción, al sacrificio físico o moral, pero a la vez somos conscientes de que son parte de nuestra naturaleza: no pueden rechazarse. Pueden afrontarse de muchas maneras, dependiendo de nuestra fortaleza interior y de nuestras convicciones. Decía un filósofo ateo que quien tiene un por qué para vivir puede soportar casi cualquier cómo. Los cristianos tenemos un por qué muy nítido, adoramos a un Dios que ha muerto crucificado por nosotros, y ahí está Su explicación de lo que nosotros no entendemos. Como dijo Benedicto XVI, en … la cruz de Cristo, Dios habla por medio de su silencio" (Verbum Domini, 2010, n. 21) ¡Tantas veces nosotros no entendemos los silencios de Dios…!
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