Salvo en casos desesperados todo cuanto se escribe tiene un objetivo. El de estas fragmentarias memorias, fragmentarias, repito, porque sólo enfocan sus circunstancias médicas, es el de mostrar en una dimensión molecular por qué nuestra universidad, y específicamente dentro de ella la enseñanza de la medicina, se encuentra en el estado en que está. Van dirigidas, mas bien, a quienes no están conformes, y con la atrevida generalización de que quizás, como otras frustraciones de nuestro país, residan en sus moléculas, sus hombres, uno por uno, con la esperanza de que algún día se encuentre una ingeniería genética salvadora.
Cincuenta años de vida médica están contenidas en estas páginas. Esa vida es obra del tiempo, que todo lo hace y todo lo deshace; une pasado y presente; en su transcurso puede hallarse la fuerza para asaltar fortalezas; brinda oportunidad para el encuentro con hombres de actividad diferente y hasta opuesta; abre las puertas de países distantes donde cumplir una actividad y un destino imprevistos; protege la erección de estructuras para luchar en defensa de la salud y difundir y ampliar los conocimientos; proporciona albergue y ocupación cuando se pierde lo poseído, y al cabo de los años, con auxilio de lo resguardado por la memoria, deja contemplar el ancho o estrecho panorama de lo cumplido en su transcurso, con la suposición, en cuanto a la propia naturaleza del tiempo, de que tuvo un principio y la esperanza de que no tendrá fin.
La idea de un Instituto de Endocrinología, destinado tanto a la investigación y a la enseñanza endocrinológicas, como a la asistencia de las enfermedades endócrinas, se integró por etapas. Su esencia, mantenida largamente inconsciente, se generó, sin duda, durante los trece años de concurrencia al Instituto de Fisiología de Houssay. El germen fue arrojado a la tierra durante el año con Selye en McGill y con John Browne en el Royal Victoria, se fertilizó vigorosamente con la visita a centros de investigación y grandes hospitales de los Estados Unidos a fines de 1946. Al fin, fructificó cuando Ramón Carrillo fue designado Ministro de Salud Pública en el primer gobierno de Perón mientras el país experimentaba el último brote de su riqueza gracias al superávit del comercio exterior acumulado durante la guerra.
Cincuenta años de vida médica están contenidas en estas páginas. Esa vida es obra del tiempo, que todo lo hace y todo lo deshace; une pasado y presente; en su transcurso puede hallarse la fuerza para asaltar fortalezas; brinda oportunidad para el encuentro con hombres de actividad diferente y hasta opuesta; abre las puertas de países distantes donde cumplir una actividad y un destino imprevistos; protege la erección de estructuras para luchar en defensa de la salud y difundir y ampliar los conocimientos; proporciona albergue y ocupación cuando se pierde lo poseído, y al cabo de los años, con auxilio de lo resguardado por la memoria, deja contemplar el ancho o estrecho panorama de lo cumplido en su transcurso, con la suposición, en cuanto a la propia naturaleza del tiempo, de que tuvo un principio y la esperanza de que no tendrá fin.
La idea de un Instituto de Endocrinología, destinado tanto a la investigación y a la enseñanza endocrinológicas, como a la asistencia de las enfermedades endócrinas, se integró por etapas. Su esencia, mantenida largamente inconsciente, se generó, sin duda, durante los trece años de concurrencia al Instituto de Fisiología de Houssay. El germen fue arrojado a la tierra durante el año con Selye en McGill y con John Browne en el Royal Victoria, se fertilizó vigorosamente con la visita a centros de investigación y grandes hospitales de los Estados Unidos a fines de 1946. Al fin, fructificó cuando Ramón Carrillo fue designado Ministro de Salud Pública en el primer gobierno de Perón mientras el país experimentaba el último brote de su riqueza gracias al superávit del comercio exterior acumulado durante la guerra.