De estos “Ensayos” dijo Quevedo que es un “libro tan grande que quien por verle dejara de leer a Séneca y a Plutarco, leerá a Plutarco y a Séneca”, y Nietzsche que el hecho de que un hombre “haya escrito de semejante forma ha aumentado ciertamente el placer de vivir en este mundo”. Su autor, Michel de Montaigne ( 1533-1592) es, según opinión bien fundada, el filósofo que abre la Edad Moderna antes que Descartes. El escepticismo de Montaigne es genuino, no así el de Descartes, en quien no pasa de ser un juego metódico con el que abrir la puerta a certezas inamovibles, cuyo logro no consiguió mover a Montaigne.
En él el escepticismo es vital a la par que filosófico. Bebe en la fuente de los antiguos pirrónicos, pero añade a ese saber académico la experiencia de quien ha descubierto la necedad de sentirse superior a la naturaleza. Ahí es donde late ese pesimismo que no es otra cosa que el propósito de destruir toda actitud presuntuosa con el fin de lograr la tranquilidad en todos los asuntos de la vida. Todo pasa, la ambición y el egoísmo son vanos, es conveniente seguir las leyes y costumbres al uso para no sufrir trastornos, etc. Estas recomendaciones, y otras parecidas a éstas, son la guía que ha de seguir todo el que quiera ser feliz o al menos no ser más desgraciado de la que ya es.
De ahí el “qué se yo” tantas veces repetido en los “Ensayos”, que no es una duda pirrónica, una negación de toda ciencia, sino la resistencia a ejercer el dominio a que lleva el saber seguro o su apariencia. Cuando lo que se da con tanta frecuencia en el mundo es la afirmación y el dominio, la norma no puede ser otra que darse cuenta por fin de que eso es inevitable y que se debe procurar plegarse a ello con la inteligencia y habilidad suficientes como para seguir siendo libres.
No se piense sin embargo que el autor puede ser tildado de escéptico sin más. Aun siendo cierto que lo es en pare, su relativismo confirma las verdades de la fe, que no se elevan sobre razonamientos, sino sobre una vida sencilla, la vida de un “católico pirrónico”, como él mismo se definió. Una vida que no es estar en casa, sino siempre más allá, un paso por delante de nosotros mismos, porque un hombre es un ser que siempre se hace hacia adelante.
En él el escepticismo es vital a la par que filosófico. Bebe en la fuente de los antiguos pirrónicos, pero añade a ese saber académico la experiencia de quien ha descubierto la necedad de sentirse superior a la naturaleza. Ahí es donde late ese pesimismo que no es otra cosa que el propósito de destruir toda actitud presuntuosa con el fin de lograr la tranquilidad en todos los asuntos de la vida. Todo pasa, la ambición y el egoísmo son vanos, es conveniente seguir las leyes y costumbres al uso para no sufrir trastornos, etc. Estas recomendaciones, y otras parecidas a éstas, son la guía que ha de seguir todo el que quiera ser feliz o al menos no ser más desgraciado de la que ya es.
De ahí el “qué se yo” tantas veces repetido en los “Ensayos”, que no es una duda pirrónica, una negación de toda ciencia, sino la resistencia a ejercer el dominio a que lleva el saber seguro o su apariencia. Cuando lo que se da con tanta frecuencia en el mundo es la afirmación y el dominio, la norma no puede ser otra que darse cuenta por fin de que eso es inevitable y que se debe procurar plegarse a ello con la inteligencia y habilidad suficientes como para seguir siendo libres.
No se piense sin embargo que el autor puede ser tildado de escéptico sin más. Aun siendo cierto que lo es en pare, su relativismo confirma las verdades de la fe, que no se elevan sobre razonamientos, sino sobre una vida sencilla, la vida de un “católico pirrónico”, como él mismo se definió. Una vida que no es estar en casa, sino siempre más allá, un paso por delante de nosotros mismos, porque un hombre es un ser que siempre se hace hacia adelante.