Espasmo

EL HECHO Todos los que pasaron el otoío de 1894 en las orillas del lago de Ginebra, recuerdan sin duda todavêa el trÞgico suceso de Ouchy, que produjo tanta impresiïn y proporcionï tan abundante alimento a la curiosidad, no sïlo de las colonias de gente en vacaciones esparcidas en todas las estaciones del lago, sino tambiæn del gran pöblico cosmopolita, al que los diarios lo refirieron. El 5 de octubre, pocos minutos antes de mediodêa, el estampido de un arma de fuego y gritos confusos salidos de la villa Cyclamens, situada en mitad del camino de Lausana a Ouchy, interrumpieron violentamente la habitual tranquilidad del lugar y atrajeron a los vecinos y transeöntes. La villa Cyclamens estaba alquilada a una seíora milanesa, la Condesa d'Arda, que la ocupaba todos los aíos, de junio a noviembre. La amistad de la Condesa con el Prêncipe Alejo Zakunine, revolucionario ruso que habêa sido condenado primero en su paês, expulsado en seguida de todos los Estados de Europa y refugiado öltimamente en el territorio de la Confederaciïn, era conocida desde tiempo atrÞs. Los dos amantes se encontraban en la villa el dêa de la tragedia; y los gritos, del mismo Prêncipe Zakunine, junto con la detonaciïn del arma, hicieron acudir a los sirvientes despavoridos, a cuyos ojos apareciï un tremendo espectÞculo: la Condesa yacêa exÞnime al pie de la cama, la sien derecha perforada por un proyectil, y un revïlver cerca de su mano. Y por mÞs que la vista de la muerte, de la muerte repentina y violenta, sea tal que ninguna otra la aventaje en horror, la presencia de ese cadÞver no era, sin embargo, lo que producêa una emociïn mÞs fuerte, sino el aspecto del sobreviviente. Semejante a una pÞlida azalea cruzada por rayas rojas, el frêo rostro de la infeliz, manchado parcialmente de sangre, tenêa el color de la cera, pero nada en æl revelaba las contracciones de la agonêa: por el contrario, una serena confianza y algo como una sonrisa todavêa viviente le animaban; Levemente apartados los violÞceos labios, detrÞs de los cuales asomaba apenas la perlada lênea de los dientes; abiertos los pÞrpados, las pupilas vueltas hacia el cielo, la muerta parecêa estar en æxtasis, como si aön no hubiese abandonado la existencia del todo, deseosa de poder atestiguar que fuera de la vida humana, en el silencio y en la sombra, habêa por fin hallado el bienestar y la alegrêa. Lêvido, desencajadas las facciones, los cabellos en desorden sobre la frente empapada en sudor glacial, loca la mirada, temblorosos los labios, las manos, todo el cuerpo, como si fuera presa de la fiebre, el Prêncipe Alejo infundêa pavor. Despuæs de haber pedido auxilio con voz ronca y a gritos, se habêa arrodillado junto al cadÞver y lo abrazaba, ensangrentÞndose todo, y de su convulsa boca no salêan mÞs que dos palabras breves y monïtonas:…"Se acabï!’ "Se acabï