Vendrán seguramente de Tailandia. Imposible. Se ve por el
plumaje, dijiste dando una chupada profunda al cigarrillo, y las
volutas se fueron dispersando: se quedaron inquietas, vagarosas,
moviéndose al garete, y a gran distancia lo demás. La silla roja,
tu chaqueta colgando, la camisa. Todo impecable, perfecto,
todo en orden. Las líneas rectas delimitando la ventana, las
curvas enredándose en la chimenea, dando una vuelta por el
atizador; desenroscándose en la lámpara Coleman que colgaba
del cielorraso, ya sin aire, y difundía apenas un resplandor
descolorido. La pared blanca, blanquísima. Un ligero calambre
caminándome por la palma de la mano, moví los dedos: ¿tienes
calambre?, sí: siempre me da en el lado izquierdo, y entonces tu
cabeza se levantó algunos centímetros, ¿así? Todo armonioso,
en calma. Todo pintado de felicidad y camuflado por ese aroma
a ruda que penetraba a rachas desde el río (el canto de las
chicharras) como si no supiéramos la farsa, el juego, la trampa
colocada con precisión de artífice. Yo no me creo la historia
que ellos cuentan, que se la traguen los pendejos, fueron ellos:
no te la creas nunca: claro que no, te aseguré mientras oía el
ruido del arrayán que el viento batuqueaba contra los tanques
de agua, y te miré los ojos de ese color extraño, brillantes
por la fiebre, mientras seguías diciendo cosas y disponiendo
de mi miedo como si en realidad lo que tuvieras en la mano
fuera otra vez mi sexo descubierto y penetraras en él, como
buscando. ¿Qué buscabas? ¿Cuál era el hilo que te sacó del
laberinto con paso tan seguro? ¿Por qué decidiste abatir el
gran secreto? Dime. Ahora que todo viene y va como una
rueda de molino, se deshace en partículas, gira, se agranda y se
achiquita, es ahora el momento de saberlo.
plumaje, dijiste dando una chupada profunda al cigarrillo, y las
volutas se fueron dispersando: se quedaron inquietas, vagarosas,
moviéndose al garete, y a gran distancia lo demás. La silla roja,
tu chaqueta colgando, la camisa. Todo impecable, perfecto,
todo en orden. Las líneas rectas delimitando la ventana, las
curvas enredándose en la chimenea, dando una vuelta por el
atizador; desenroscándose en la lámpara Coleman que colgaba
del cielorraso, ya sin aire, y difundía apenas un resplandor
descolorido. La pared blanca, blanquísima. Un ligero calambre
caminándome por la palma de la mano, moví los dedos: ¿tienes
calambre?, sí: siempre me da en el lado izquierdo, y entonces tu
cabeza se levantó algunos centímetros, ¿así? Todo armonioso,
en calma. Todo pintado de felicidad y camuflado por ese aroma
a ruda que penetraba a rachas desde el río (el canto de las
chicharras) como si no supiéramos la farsa, el juego, la trampa
colocada con precisión de artífice. Yo no me creo la historia
que ellos cuentan, que se la traguen los pendejos, fueron ellos:
no te la creas nunca: claro que no, te aseguré mientras oía el
ruido del arrayán que el viento batuqueaba contra los tanques
de agua, y te miré los ojos de ese color extraño, brillantes
por la fiebre, mientras seguías diciendo cosas y disponiendo
de mi miedo como si en realidad lo que tuvieras en la mano
fuera otra vez mi sexo descubierto y penetraras en él, como
buscando. ¿Qué buscabas? ¿Cuál era el hilo que te sacó del
laberinto con paso tan seguro? ¿Por qué decidiste abatir el
gran secreto? Dime. Ahora que todo viene y va como una
rueda de molino, se deshace en partículas, gira, se agranda y se
achiquita, es ahora el momento de saberlo.