Es necesario recuperar el asombro ante un sacramento como el de la Eucaristía. Es de suma importancia para quienes hemos sido educados en la fe desde niños, para quienes hemos asumido como elemento determinante de nuestra vida la celebración participativa de este sacramento. Si nos distanciáramos un poco de nuestras propias vivencias, no podríamos menos de expresar nuestro estupor ante una doctrina o creencia tan extraña como la Eucaristía. “Duro es este lenguaje” (Jn 6, 60), decían los discípulos que, según la versión del cuarto evangelio, escucharon el discurso del Salvador. Duro sigue siendo este lenguaje para quienes no han sido agraciados con el don de la fe cristiana. Por otra parte, el prodigio eucarístico puede resultar tan normal y lógico a los creyentes que tienen la capacidad de admiración, de contemplación ante él.
La encarnación del Hijo de Dios, la resurrección de Jesús y la Eucaristía, son los tres grandes misterios que desafían a la mente humana. ¿Es posible que el Hijo de Dios, el pre-existente desde la eternidad, se haya encarnado? ¿Es posible que Jesús de Nazaret, el crucificado, haya resucitado en cuerpo y alma? ¿Es posible que el Señor resucitado se haga presente, sustancialmente, en las especies del pan y el vino eucarísticos, los cuales a su vez –tal como proclama la fe tradicional de la Iglesia– se han convertido en el cuerpo y sangre del Señor? ¿Es posible que Él mismo nos hable en la asamblea eucarística y pretenda incorporarnos en la más perfecta cristificación? ¿Es posible que de la comunión con un hombre, que se autodenominó “pan de vida”, dependa la salvación de toda la humanidad, pasada, presente y futura? Alguien quizá diga: “Yo no comulgo con ruedas de molino”. ¡Es comprensible! Este lenguaje es duro. Sólo puede ser aceptado por aquellos que han recibido el don.
La encarnación del Hijo de Dios, la resurrección de Jesús y la Eucaristía, son los tres grandes misterios que desafían a la mente humana. ¿Es posible que el Hijo de Dios, el pre-existente desde la eternidad, se haya encarnado? ¿Es posible que Jesús de Nazaret, el crucificado, haya resucitado en cuerpo y alma? ¿Es posible que el Señor resucitado se haga presente, sustancialmente, en las especies del pan y el vino eucarísticos, los cuales a su vez –tal como proclama la fe tradicional de la Iglesia– se han convertido en el cuerpo y sangre del Señor? ¿Es posible que Él mismo nos hable en la asamblea eucarística y pretenda incorporarnos en la más perfecta cristificación? ¿Es posible que de la comunión con un hombre, que se autodenominó “pan de vida”, dependa la salvación de toda la humanidad, pasada, presente y futura? Alguien quizá diga: “Yo no comulgo con ruedas de molino”. ¡Es comprensible! Este lenguaje es duro. Sólo puede ser aceptado por aquellos que han recibido el don.