La población europea se estanca y envejece, lo que está provocando un crecimiento progresivo de los gastos ligados a la edad, como las pensiones, la sanidad y los cuidados de larga duración. Si a ello unimos el hecho de que Europa presenta bajas tasas de actividad y ocupación, que limitan la capacidad financiera de los sistemas públicos, es normal que surjan dudas sobre la sostenibilidad futura de nuestro modelo de Estado de bienestar.
Que debe existir dicho modelo no se cuestiona. Sí resulta indispensable una reflexión sobre cómo actuar, tanto en la vertiente de los gastos como de los ingresos, para asegurar su futuro, en el contexto de una Unión Europea en la que el margen de actuación de los gobiernos está condicionado —como es lógico— por la armonización de las políticas económicas.
Victor Hugo, que ya en 1849 acuñó el término de «Estados Unidos de Europa», dijo en cierta ocasión: «El futuro tiene muchos nombres: para los débiles es lo inalcanzable; para los temerosos, lo desconocido; para los valientes es la oportunidad». Con nuestro modelo de bienestar sucede algo parecido: su futuro también tiene muchos nombres. Para los temerosos, incertidumbre; para los escépticos, ajustes; para los pesimistas, quiebra. Pero para los autores de este libro solo hay un nombre que le confiere pleno sentido, y ese nombre es Europa.