Victorio Mosquera era uno de los tres negros acaudalados de Urabá en los años sesenta. Vagaba por el río Atrato comerciando provisiones en los caseríos ribereños y feriando la madera aserrada de la selva para surtir a los mercaderes de Turbo y Cartagena. Al llegar a cada estuario donde se asentaban las negrerías del Chocó, Victorio, parado sobre el castillo de su barco, aullaba contento: ¡Familiaaaaaaa!
Apenas su grito se iba adentrando por entre las cañas de aquellas nagüelas miserables de tizones, decenas de nacidos corrían a invadir la manga del carguero para saludar al padrón fecundo de la corriente tumultuosa de infelices que ha sido siempre el Atrato. Espero que a mi chillo de ¡Familiaaaaaaa! acudan, por lo menos, las voces pretéritas, saltadas, de los míos…
Apenas su grito se iba adentrando por entre las cañas de aquellas nagüelas miserables de tizones, decenas de nacidos corrían a invadir la manga del carguero para saludar al padrón fecundo de la corriente tumultuosa de infelices que ha sido siempre el Atrato. Espero que a mi chillo de ¡Familiaaaaaaa! acudan, por lo menos, las voces pretéritas, saltadas, de los míos…