-I-Juanito Santa Cruz…i-Las noticias mÞs remotas que tengo de la persona que lleva este nombre me las ha dado Jacinto Marêa Villalonga, y alcanzan al tiempo en que este amigo mêo y el otro y el de mÞs allÞ, Zalamero, Joaquinito Pez, Alejandro Miquis, iban a las aulas de la Universidad. No cursaban todos el mismo aío, y aunque se reunêan en la cÞtedra de Camös, separÞbanse en la de Derecho Romano: el chico de Santa Cruz era discêpulo de Novar, y Villalonga de Coronado. Ni tenêan todos el mismo grado de aplicaciïn: Zalamero, juicioso y circunspecto como pocos, era de los que se ponen en la primera fila de bancos, mirando con faz complacida al profesor mientras explica, y haciendo con la cabeza discretas seíales de asentimiento a todo lo que dice. Por el contrario, Santa Cruz y Villalonga se ponêan siempre en la grada mÞs alta, envueltos en sus capas y mÞs parecidos a conspiradores que a estudiantes. Allê pasaban el rato charlando por lo bajo, leyendo novelas, dibujando caricaturas o soplÞndose recêprocamente la lecciïn cuando el catedrÞtico les preguntaba. Juanito Santa Cruz y Miquis llevaron un dêa una sartæn (no sæ si a la clase de Novar o a la de Uribe, que explicaba Metafêsica) y frieron un par de huevos. Otras muchas tonterêas de este jaez cuenta Villalonga, las cuales no copio por no alargar este relato. Todos ellos, a excepciïn de Miquis que se muriï en el 64 soíando con la gloria de Schiller, metieron infernal bulla en el cælebre alboroto de la noche de San Daniel. Hasta el formalito Zalamero se descompuso en aquella ruidosa ocasiïn, dando pitidos y chillando como un salvaje, con lo cual se ganï dos bofetadas de un guardia veterano, sin mÞs consecuencias. Pero Villalonga y Santa Cruz lo pasaron peor, porque el primero recibiï un sablazo en el hombro que le tuvo derrengado por espacio de dos meses largos, y el segundo fue cogido junto a la esquina del Teatro Real y llevado a la prevenciïn en una cuerda de presos, compuesta de varios estudiantes decentes y algunos pilluelos de muy mal pelaje. A la sombra me lo tuvieron veinte y tantas horas, y aön durara mÞs su cautiverio, si de æl no le sacara el dêa 11 su papÞ, sujeto respetabilêsimo y muy bien relacionado. "Ay!, el susto que se llevaron D. Baldomero Santa Cruz y Barbarita no es para contado. "Quæ noche de angustia la del 10 al 11! Ambos creêan no volver a ver a su adorado nene, en quien, por ser önico, se miraban y se recreaban con inefables goces de padres chochos de cariío, aunque no eran viejos. Cuando el tal Juanito entrï en su casa, pÞlido y hambriento, descompuesta la faz graciosa, la ropita llena de sietes y oliendo a pueblo, su mamÞ vacilaba entre reíirle y comærsele a besos. El insigne Santa Cruz, que se habêa enriquecido honradamente en el comercio de paíos, figuraba con timidez en el antiguo partido progresista; mas no era socio de la revoltosa Tertulia, porque las inclinaciones antidinÞsticas de Olïzaga y Prim le hacêan muy poca gracia. Su club era el salïn de un amigo y pariente, al cual iban casi todas las noches D. Manuel Cantero, D. Cirilo ¿lvarez y D. Joaquên Aguirre, y algunas D. Pascual Madoz. No podêa ser, pues, D. Baldomero, por razïn de afinidades personales, sospechoso al poder. Creo que fue Cantero quien le acompaíï a Gobernaciïn para ver a GonzÞlez Bravo, y æste dio al punto la orden para que fuese puesto en libertad el revolucionario, el anarquista, el descamisado Juanito
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