En tres distintas y muy apartadas æpocas de mi vida, peregrinando yo por diversos paêses de Europa y Amærica, o residiendo en las capitales, he tratado al vizconde de Goivo-Formoso, diplomÞtico portuguæs, con quien he tenido amistad afectuosa y constante. En nuestras conversaciones, cuando estÞbamos en el mismo punto, y por cartas, cuando estÞbamos en punto distinto, discutêamos no poco, sosteniendo las mÞs opuestas opiniones, lo cual, lejos de desatar los lazos de nuestra amistad, contribuêa a estrecharlos, porque siempre tenêamos quæ decirnos, y nuestras conversaciones y disputas nos parecêan animadas y amenas. Firme creyente yo en el libre albedrêo, aseguraba que todo ser humano, ya por naturaleza, ya por gracia, que Dios le concede si de ella se hace merecedor, puede vencer las mÞs perversas inclinaciones, domar el carÞcter mÞs avieso y no incurrir ni en falta ni en pecado. El Vizconde, por el contrario, lo explicaba todo por el determinismo; aseguraba que toda persona era como Dios o el diablo la habêa hecho, y que no habêa poder en su alma para modificar su carÞcter y para que las acciones de su vida no fuesen sin excepciïn efecto lïgico e inevitable de ese carÞcter mismo. Los ejemplos, en mi sentir, nada prueban. De ningön caso particular pueden inferirse reglas generales. Por esto creo yo que siempre es falsa o es vana cualquier moraleja que de una novela, de un cuento o de una historia se saca. Yo no quiero probar nada, y menos aön dejarme convencer; pero la vida, el carÞcter y los varios lances, acciones y pasiones de la persona que mi amigo ponêa como muestra son tan curiosos y singulares, que me inspiran el deseo de relatarlos aquê, contÞndolos como quien cuenta un cuento
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