Por en medio del llano, en la oscuridad profundísima de una noche sin estrellas, un hombre completamente solo seguía a pie la carretera de Marchiennes a Montsou; un trayecto de diez kilómetros, a través de los campos de remolachas en que abundan aquellas regiones. Tan densa era la oscuridad, que no podía ver el suelo que pisaba, y no sentía, por lo tanto, la sensación del inmenso horizonte sino por los silbidos del viento de marzo, ráfagas inmensas que llegaban, como si cruzaran el mar, heladas de haber barrido leguas y leguas de tierra desprovistas de toda vegetación.
Nuestro hombre había salido de Marchiennes a eso de las dos de la tarde. Caminaba a paso ligero, dando diente con diente, mal abrigado por el raído algodón de su chaqueta y la pana vieja de sus pantalones. Un paquetito, envuelto en un pañuelo a cuadros, le molestaba mucho; y el infeliz lo apretaba contra las caderas, ya con un brazo, ya con otro, para meterse en los bolsillos las dos manos a la vez, manos grandes y bastas, de las que en aquel momento casi brotaba la sangre, a causa del frío. Una sola idea bullía en su cerebro vacío, de obrero sin trabajo y sin albergue; una sola: la esperanza de que haría menos frío cuando amaneciese. Hora y media hacía ya que caminaba, cuando allá a la izquierda, a dos kilómetros de Montsou, advirtió unas hogueras vivísimas que parecían suspendidas en el aire, y no pudo resistir a la dolorosa necesidad de calentarse un poco las manos.
Se internó en un camino accidentado. El caminante tenía a su derecha una empalizada, una especie de pared hecha con tablas, que servía de valla a una vía férrea; mientras a su izquierda se levantaba un matorral, por encima del cual se veía confusa la silueta de un pueblecillo de casitas bajas y tan regulares, que parecían estar hechas por el mismo molde. Anduvo otros doscientos pasos. Bruscamente, al salir del recodo de un camino, volvió a ver las luces y las hogueras ante sí, más cerca, pero sin que pudiera todavía comprender cómo brillaban en el aire, en medio de aquel cielo oscuro, semejantes a lunas veladas por el humo de un incendio. Pero acababa de llamarle la atención otro espectáculo a raíz del suelo. Era una gran masa, un montón de construcciones, en el centro de las cuales se erguía la chimenea de una fábrica; algunos destellos de luz salían de las ennegrecidas ventanas; cinco o seis faroles tristones y sucios se veían en el exterior, colocados en postes de madera; y de en medio de aquella aparición fantástica envuelta en humo y en la oscuridad, salía un fuerte ruido: la respiración gigantesca del escape de una máquina de vapor que no se veía.
Nuestro hombre había salido de Marchiennes a eso de las dos de la tarde. Caminaba a paso ligero, dando diente con diente, mal abrigado por el raído algodón de su chaqueta y la pana vieja de sus pantalones. Un paquetito, envuelto en un pañuelo a cuadros, le molestaba mucho; y el infeliz lo apretaba contra las caderas, ya con un brazo, ya con otro, para meterse en los bolsillos las dos manos a la vez, manos grandes y bastas, de las que en aquel momento casi brotaba la sangre, a causa del frío. Una sola idea bullía en su cerebro vacío, de obrero sin trabajo y sin albergue; una sola: la esperanza de que haría menos frío cuando amaneciese. Hora y media hacía ya que caminaba, cuando allá a la izquierda, a dos kilómetros de Montsou, advirtió unas hogueras vivísimas que parecían suspendidas en el aire, y no pudo resistir a la dolorosa necesidad de calentarse un poco las manos.
Se internó en un camino accidentado. El caminante tenía a su derecha una empalizada, una especie de pared hecha con tablas, que servía de valla a una vía férrea; mientras a su izquierda se levantaba un matorral, por encima del cual se veía confusa la silueta de un pueblecillo de casitas bajas y tan regulares, que parecían estar hechas por el mismo molde. Anduvo otros doscientos pasos. Bruscamente, al salir del recodo de un camino, volvió a ver las luces y las hogueras ante sí, más cerca, pero sin que pudiera todavía comprender cómo brillaban en el aire, en medio de aquel cielo oscuro, semejantes a lunas veladas por el humo de un incendio. Pero acababa de llamarle la atención otro espectáculo a raíz del suelo. Era una gran masa, un montón de construcciones, en el centro de las cuales se erguía la chimenea de una fábrica; algunos destellos de luz salían de las ennegrecidas ventanas; cinco o seis faroles tristones y sucios se veían en el exterior, colocados en postes de madera; y de en medio de aquella aparición fantástica envuelta en humo y en la oscuridad, salía un fuerte ruido: la respiración gigantesca del escape de una máquina de vapor que no se veía.