El hombre ha practicado la carrera y la marcha desde los albores de los tiempos. Pero ya fuera en la posición cuadrúpeda o más tarde cuando fue logrando una postura erguida, desde luego tuvo utilizar sus extremidades para desplazarse de un lugar a otro ,cultivar los campos asilvestrados, buscar el alimento cotidiano o simplemente colonizar nuevos territorios, una vez que devastaba aquellos en los que había laborado (esquilmados y exhaustos) o simplemente cuando los depredadores le obligaban a mutar de asentamiento.
Miles de años más tarde comenzó a utilizar esa transferencia genética con un fin más lúdico que el de sobrevivir o mantenerse en buena forma para el combate. Surgió entonces en el ser humano un componente hedonista que lo condujo a desear batirse no solo contra sí mismo, sino contra el resto de sus congéneres. Desde luego, en unas épocas en las que desplazarse de un lugar a otro resultaba muy complicado, el hecho de tener el don de la resistencia a la fatiga era algo muy apreciado.
De esa forma el implacable reloj de la Historia fue corriendo a marchas agigantadas (aunque medien siglos y siglos sucede siempre así) y el ser humano afrontó la Era Antigua (si bien antes ya se habían producido muchas manifestaciones atléticas, caso del faraón egipcio Amenofis II, en el año 1.450 a.C.) en medio de rituales religiosos y un desconocido hasta entonces culto al cuerpo, alcanzando una de sus máximas manifestaciones en los acontecimientos sin igual que tuvieron lugar en el Santuario de Olimpia (Grecia) y especialmente en los del año 490 a.C., cuando se libró la extraordinario Batalla de Maratón.
La máquina del tiempo continuó con su implacable rutina y así se llegó a los siglos XVIII, XIX y comienzos del XX, en los que la eclosión de hombres que se medían contra otros, contra animales y, más adelante, incluso contra máquinas (ya fuera para demostrar la velocidad o la resistencia) no tuvo parangón hasta entonces, salvo en contados episodios puntuales.
A finales del siglo XIX una serie de próceres iluminados y visionarios que luchaban casi en soledad contra la incomprensión social, ya tuvieron claro que era necesario restituir en esta Era Moderna el espíritu de los Juegos que los romanos fueron aniquilando en fases sucesivas antes del siglo V. De esa forma personajes como Zappas, Brookers, Coubertín y otros pasaron a la primera línea de fuego (y, en definitiva, a la historia) como adalides de unos sueños que solo pudieron ver realizados en parte, pero siempre intentando dejar lo mejor de sí mismos en el logro de unos proyectos que en cierta medida cambiarían el mundo, pues no eran solo deportivos, sino que perseguían también ideales de salubridad, higiene, paz, concordia y amistad.
De esa forma se llegó a la primera cita olímpica de la Era Moderna, los Juegos de Atenas 1896, un evento con el que se pretendió tender un puente de mil quinientos años con la Historia. Muchos fueron a partir de entonces los vaivenes políticos que tuvo que soportar el naciente movimiento olímpico. Pero logró sobrevivir a todas las tribulaciones y sus sucesivas ediciones fueron llenando de anécdotas y hechos curiosos los libros, así como de gloria a los hombres y las naciones. Pero sin duda una de las pruebas que más expectación levantó a lo largo de la historia de los Juegos fue la de la maratón, bien haya sido por tratarse de una competición que llevó a los hombres a los límites de lo sobrehumano o imposible hasta entonces, ya sea por las peculiaridades en esos primeros años de una prueba en la que no se tenía experiencia anterior o bien por un conjunto de todo ello, quizás lo más probable. En el periodo que en este libro analizamos (1896-1936) el lector o lectora podrán encontrarse con hechos y situaciones de todo tipo, algunos de los cuales rozan el heroísmo, mientras que otros, por inverosímiles, le resultará casi imposible creer que pudieran llegar a ocurrir.
Miles de años más tarde comenzó a utilizar esa transferencia genética con un fin más lúdico que el de sobrevivir o mantenerse en buena forma para el combate. Surgió entonces en el ser humano un componente hedonista que lo condujo a desear batirse no solo contra sí mismo, sino contra el resto de sus congéneres. Desde luego, en unas épocas en las que desplazarse de un lugar a otro resultaba muy complicado, el hecho de tener el don de la resistencia a la fatiga era algo muy apreciado.
De esa forma el implacable reloj de la Historia fue corriendo a marchas agigantadas (aunque medien siglos y siglos sucede siempre así) y el ser humano afrontó la Era Antigua (si bien antes ya se habían producido muchas manifestaciones atléticas, caso del faraón egipcio Amenofis II, en el año 1.450 a.C.) en medio de rituales religiosos y un desconocido hasta entonces culto al cuerpo, alcanzando una de sus máximas manifestaciones en los acontecimientos sin igual que tuvieron lugar en el Santuario de Olimpia (Grecia) y especialmente en los del año 490 a.C., cuando se libró la extraordinario Batalla de Maratón.
La máquina del tiempo continuó con su implacable rutina y así se llegó a los siglos XVIII, XIX y comienzos del XX, en los que la eclosión de hombres que se medían contra otros, contra animales y, más adelante, incluso contra máquinas (ya fuera para demostrar la velocidad o la resistencia) no tuvo parangón hasta entonces, salvo en contados episodios puntuales.
A finales del siglo XIX una serie de próceres iluminados y visionarios que luchaban casi en soledad contra la incomprensión social, ya tuvieron claro que era necesario restituir en esta Era Moderna el espíritu de los Juegos que los romanos fueron aniquilando en fases sucesivas antes del siglo V. De esa forma personajes como Zappas, Brookers, Coubertín y otros pasaron a la primera línea de fuego (y, en definitiva, a la historia) como adalides de unos sueños que solo pudieron ver realizados en parte, pero siempre intentando dejar lo mejor de sí mismos en el logro de unos proyectos que en cierta medida cambiarían el mundo, pues no eran solo deportivos, sino que perseguían también ideales de salubridad, higiene, paz, concordia y amistad.
De esa forma se llegó a la primera cita olímpica de la Era Moderna, los Juegos de Atenas 1896, un evento con el que se pretendió tender un puente de mil quinientos años con la Historia. Muchos fueron a partir de entonces los vaivenes políticos que tuvo que soportar el naciente movimiento olímpico. Pero logró sobrevivir a todas las tribulaciones y sus sucesivas ediciones fueron llenando de anécdotas y hechos curiosos los libros, así como de gloria a los hombres y las naciones. Pero sin duda una de las pruebas que más expectación levantó a lo largo de la historia de los Juegos fue la de la maratón, bien haya sido por tratarse de una competición que llevó a los hombres a los límites de lo sobrehumano o imposible hasta entonces, ya sea por las peculiaridades en esos primeros años de una prueba en la que no se tenía experiencia anterior o bien por un conjunto de todo ello, quizás lo más probable. En el periodo que en este libro analizamos (1896-1936) el lector o lectora podrán encontrarse con hechos y situaciones de todo tipo, algunos de los cuales rozan el heroísmo, mientras que otros, por inverosímiles, le resultará casi imposible creer que pudieran llegar a ocurrir.