Una mujer muy alegre, excelente profesional con especial simpatía y facilidad para la amistad, vista a través de doscientos testigos en España, México y Roma, que esperan su canonización. Guadalupe era una mujer que tenía autoridad, sin ser autoritaria más que corregir animaba y abría horizontes. Trataba de acomodarse a la forma de ser de cada uno, sin perder de vista el fin para el que estaban en el mundo. No solo ponía la atención en las cosas grandes sino en muchas pequeñas, viviendo así el espíritu del Opus Dei. En el difícil equilibrio entre la comprensión y la exigencia, Guadalupe se inclina siempre claramente por lo primero. Reconocía que es preciso, en algunos casos, ceder por el bien de las almas. Hay personas que decían que era demasiado comprensiva: pero nadie, dice que fuera imperante en la forma. Es difícil saber cuál es el punto medio de la virtud. Es imposible olvidar unas palabras de San Josemaría al respecto: por todos los caminos honestos de la tierra quiere el Señor a sus hijos echando la semilla de la comprensión, del perdón, de la caridad, de la paz. Y el Fundador del Opus Dei, añadía: Tú, ¿qué haces? Guadalupe podía responder: ¡Eso! Y a lo mejor podría añadir que su condescendencia era como la de aquel varón doctísimo y santo al que el Padre oyó decir: A todo me avengo, menos, menos a ofender a Dios (Forja, 373 y 801). Humanamente hablando era prudente, sabía sopesar las ventajas e inconvenientes antes de tomar una decisión. Guadalupe reía muchísimo y siempre sonriente. Esto obedecía a un olvido de sí misma. Así era Guadalupe. Es lógico que se despidiera con hasta luego. Dios se la llevó en el momento oportuno y cuando nadie lo esperaba. Murió como había vivido, sin el menor asomo de tragedia.
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