GWYNETH
CAPÍTULO I
Una soleada mañana me desperté sobresaltada. Unos pensamientos terribles me asolaban. No podía pensar en el horror tan grande que mis sueños me habían mostrado.
Me levanté temblorosa y muy pálida, solo deseaba que nunca se produjeran los hechos tal y como la pesadilla tan vivida me soliviantara.
Deprisa bajé las escaleras de dos en dos y me apresuré a reunirme con toda mi familia.
No oía ningún ruido en la sala del comedor. Quizás todos siguieran durmiendo, pero unos escalofríos muy intensos por todo mi cuerpo hicieron que con voz de angustia empezara a llamarlos.
Nadie me contestaba, ni siquiera los criados salían a mi encuentro. Recorrí angustiada todas las estancias del Castillo. Abrí una por una cada puerta de los aposentos de mis adorados padres y la de mis dos hermanos mayores. Grité de estupor al encontrarlas vacías. Todo estaba revuelto como de haber intentado encontrar algún tesoro y al no hallarlo destrozar los muebles, tirar los objetos contra el suelo y la ropa esparcida por toda la estancia.
Lloré desconsoladamente, ¿dónde se encontraban? ¿Por qué los habían raptado y llevado lejos de mí?
Con los ojos llorosos y con la visión nublada por tanta congoja, me dirigí hacia los dormitorios de mis hermanos. Me encontré con el mismo panorama, ni rastro de ellos y todas sus pertenencias saqueadas y destrozadas.
No tenía que perder los nervios. Corriendo salí en busca de los criados hacia sus alojamientos en el ala oeste. Los llamé con desesperación. Nadie contestaba. Casi desfallecida por el sufrimiento comprobé cada rincón del Castillo y no hallé ni rastro de vida humana, ni siquiera se encontraban mis queridos perros labradores que con tanto amor me seguían a todas partes.
Con una fuerte opresión en el pecho fui a las caballerizas tal y como me encontraba sin nada más que mi camisón y mis zapatillas.
Entré desesperada en las cuadras y cual fue mi estupor que no hallé ningún caballo, yegua, ni potrillo. Tampoco había rastro del chico de las caballerizas.
Sin rumbo, ni orientación, me interné en nuestras propiedades por si oía algún sonido de algún ser humano que me diera alguna respuesta.
Alocadamente corrí y corrí hasta perder el sentido en la frondosidad del bosque, desmayándome camino hacia la aldea.
CAPÍTULO I
Una soleada mañana me desperté sobresaltada. Unos pensamientos terribles me asolaban. No podía pensar en el horror tan grande que mis sueños me habían mostrado.
Me levanté temblorosa y muy pálida, solo deseaba que nunca se produjeran los hechos tal y como la pesadilla tan vivida me soliviantara.
Deprisa bajé las escaleras de dos en dos y me apresuré a reunirme con toda mi familia.
No oía ningún ruido en la sala del comedor. Quizás todos siguieran durmiendo, pero unos escalofríos muy intensos por todo mi cuerpo hicieron que con voz de angustia empezara a llamarlos.
Nadie me contestaba, ni siquiera los criados salían a mi encuentro. Recorrí angustiada todas las estancias del Castillo. Abrí una por una cada puerta de los aposentos de mis adorados padres y la de mis dos hermanos mayores. Grité de estupor al encontrarlas vacías. Todo estaba revuelto como de haber intentado encontrar algún tesoro y al no hallarlo destrozar los muebles, tirar los objetos contra el suelo y la ropa esparcida por toda la estancia.
Lloré desconsoladamente, ¿dónde se encontraban? ¿Por qué los habían raptado y llevado lejos de mí?
Con los ojos llorosos y con la visión nublada por tanta congoja, me dirigí hacia los dormitorios de mis hermanos. Me encontré con el mismo panorama, ni rastro de ellos y todas sus pertenencias saqueadas y destrozadas.
No tenía que perder los nervios. Corriendo salí en busca de los criados hacia sus alojamientos en el ala oeste. Los llamé con desesperación. Nadie contestaba. Casi desfallecida por el sufrimiento comprobé cada rincón del Castillo y no hallé ni rastro de vida humana, ni siquiera se encontraban mis queridos perros labradores que con tanto amor me seguían a todas partes.
Con una fuerte opresión en el pecho fui a las caballerizas tal y como me encontraba sin nada más que mi camisón y mis zapatillas.
Entré desesperada en las cuadras y cual fue mi estupor que no hallé ningún caballo, yegua, ni potrillo. Tampoco había rastro del chico de las caballerizas.
Sin rumbo, ni orientación, me interné en nuestras propiedades por si oía algún sonido de algún ser humano que me diera alguna respuesta.
Alocadamente corrí y corrí hasta perder el sentido en la frondosidad del bosque, desmayándome camino hacia la aldea.