La solemnidad y el júbilo con que, a ejemplo de Madrid, proclamaron al nuevo rey Felipe V. de Borbón todas las ciudades de España, sin exceptuar las de Cataluña, no obstante hallarse allí de virrey el príncipe de Darmstad, austríaco y adicto al emperador (bien que fuese pronto reemplazado por el conde de Palma, que fue el primer despacho que el nuevo monarca firmó de su mano en Bayona); las fiestas y regocijos populares y las demostraciones de afecto con que fue recibido y agasajado en todas las poblaciones por donde pasó, desde que puso su planta en el suelo español (28 de enero, 1701) hasta que llegó a la capital de la monarquía (18 de febrero); el buen efecto que produjo la presencia del joven príncipe, afable, vivo y cortés, en un pueblo acostumbrado al aspecto melancólico, al aire taciturno y a la prematura vejez del último soberano, todo parecía indicar el gusto con que acogían los españoles al vástago de una estirpe a la sazón vigorosa, que venía a reemplazar en el trono de Castilla a la vieja y degenerada dinastía de Austria.
Felipe, después de haber dado gracias a Dios por su feliz arribo en el templo de Nuestra Señora de Atocha, pasó a aposentarse en el palacio del Buen Retiro que se le tenía destinado, hasta que se concluyeran los preparativos que se hacían para su entrada pública y solemne, la cual había de verificarse con suntuosa ceremonia y con magnificencia grande.
(Modesto Lafuente -1806-1866- en el primer capítulo de este volumen)
Felipe, después de haber dado gracias a Dios por su feliz arribo en el templo de Nuestra Señora de Atocha, pasó a aposentarse en el palacio del Buen Retiro que se le tenía destinado, hasta que se concluyeran los preparativos que se hacían para su entrada pública y solemne, la cual había de verificarse con suntuosa ceremonia y con magnificencia grande.
(Modesto Lafuente -1806-1866- en el primer capítulo de este volumen)