Si fuéramos supersticiosos, diríamos que así como hay nombres que parece ser de feliz augurio para los pueblos, los había también siniestros y fatídicos. Y si en algún caso pudiera tener aplicación esta idea, sería al contemplar el engrandecimiento casi sucesivo de la monarquía castellana bajo el cetro de los Alfonsos, la decadencia sucesiva también bajo el imperio de los Pedros, de los Juanes y de los Enriques.
¡Qué galería regia tan brillante esta de los Alfonsos de Castilla! Alfonso I. el Católico; Alfonso II. el Casto; Alfonso III. el Grande; Alfonso V. el de Calatañazor; Alfonso VI. el de Toledo; Alfonso VII. el Emperador; Alfonso VIII. el de las Navas; Alfonso X. el Sabio; Alfonso XI. el de Algeciras y el del Salado! Casi todos simbolizan, o una virtud sublime, o un triunfo glorioso, o una conquista duradera y permanente. Casi todos fueron, o capitanes invictos, o ilustres legisladores, o conquistadores célebres, y algunos lo fueron todo. No es que a los nombres de otros monarcas castellanos de la edad media dejen de ir asociadas glorias: ganáranlas, y no escasas, los Ramiros, los Sanchos y los Fernandos; es que sobre haber sido mayor el número de aquellos, admira la feliz casualidad de haber sido casi todos grandes, o en armas, o en letras, o en virtudes.
En el capítulo 22 del libro III, hicimos el examen crítico de los tres reinados que siguieron inmediatamente al del postrer Alfonso; el de don Pedro, último vástago legítimo de la antigua estirpe de los reyes de Castilla, y los de los dos primeros de la línea bastarda de Trastámara, don Enrique II. y don Juan I.
Con Enrique III. vuelven los fatales reinados de menor edad, con que tan castigada había sido Castilla; se reproducen las enojosas cuestiones de regencia y tutoría, y se renuevan bajo otra forma las turbulencias que agitaron las minoridades de los Alfonsos VII. VIII. y XI., de Enrique I. y de Fernando IV. Príncipes orgullosos y avaros, magnates poderosos y soberbios, turbulentos y tenaces prelados, se disputaban la preferencia en el mando bajo el título de regentes y tutores, y el pueblo sufría las consecuencias de sus odiosas rivalidades. Mientras unos pocos ambiciosos altercaban entre sí pretendiendo cada cual la preeminencia en el poder, la nación era víctima de sus miserables disidencias. Las cuestiones personales entre los corregentes difundían la anarquía y el desorden en el Estado; y no era maravilla que el reino ardiera en bandos y parcialidades, que se generalizaran los escándalos y se multiplicaran los crímenes, cuando en el seno mismo del consejo-regencia se mantenía vivo el fuego de la discordia, y los mismos tutores estuvieron más de una vez a punto de venir a las manos. El tercer estado, ese elemento popular que en el reinado de don Juan I había llegado al apogeo de su influencia y de su poder, trabajó cuanto pudo por evitar los desastres de una guerra civil, y las cortes de Burgos hicieron esfuerzos dignos de alabanza, pero que no alcanzaron sino a amortiguar por algún tiempo las escisiones y a paliar el mal, para estallar después aquellas y renovarse éste con más furor.
(Modesto Lafuente, capítulo XXXII del libro III del presente volumen)
¡Qué galería regia tan brillante esta de los Alfonsos de Castilla! Alfonso I. el Católico; Alfonso II. el Casto; Alfonso III. el Grande; Alfonso V. el de Calatañazor; Alfonso VI. el de Toledo; Alfonso VII. el Emperador; Alfonso VIII. el de las Navas; Alfonso X. el Sabio; Alfonso XI. el de Algeciras y el del Salado! Casi todos simbolizan, o una virtud sublime, o un triunfo glorioso, o una conquista duradera y permanente. Casi todos fueron, o capitanes invictos, o ilustres legisladores, o conquistadores célebres, y algunos lo fueron todo. No es que a los nombres de otros monarcas castellanos de la edad media dejen de ir asociadas glorias: ganáranlas, y no escasas, los Ramiros, los Sanchos y los Fernandos; es que sobre haber sido mayor el número de aquellos, admira la feliz casualidad de haber sido casi todos grandes, o en armas, o en letras, o en virtudes.
En el capítulo 22 del libro III, hicimos el examen crítico de los tres reinados que siguieron inmediatamente al del postrer Alfonso; el de don Pedro, último vástago legítimo de la antigua estirpe de los reyes de Castilla, y los de los dos primeros de la línea bastarda de Trastámara, don Enrique II. y don Juan I.
Con Enrique III. vuelven los fatales reinados de menor edad, con que tan castigada había sido Castilla; se reproducen las enojosas cuestiones de regencia y tutoría, y se renuevan bajo otra forma las turbulencias que agitaron las minoridades de los Alfonsos VII. VIII. y XI., de Enrique I. y de Fernando IV. Príncipes orgullosos y avaros, magnates poderosos y soberbios, turbulentos y tenaces prelados, se disputaban la preferencia en el mando bajo el título de regentes y tutores, y el pueblo sufría las consecuencias de sus odiosas rivalidades. Mientras unos pocos ambiciosos altercaban entre sí pretendiendo cada cual la preeminencia en el poder, la nación era víctima de sus miserables disidencias. Las cuestiones personales entre los corregentes difundían la anarquía y el desorden en el Estado; y no era maravilla que el reino ardiera en bandos y parcialidades, que se generalizaran los escándalos y se multiplicaran los crímenes, cuando en el seno mismo del consejo-regencia se mantenía vivo el fuego de la discordia, y los mismos tutores estuvieron más de una vez a punto de venir a las manos. El tercer estado, ese elemento popular que en el reinado de don Juan I había llegado al apogeo de su influencia y de su poder, trabajó cuanto pudo por evitar los desastres de una guerra civil, y las cortes de Burgos hicieron esfuerzos dignos de alabanza, pero que no alcanzaron sino a amortiguar por algún tiempo las escisiones y a paliar el mal, para estallar después aquellas y renovarse éste con más furor.
(Modesto Lafuente, capítulo XXXII del libro III del presente volumen)