Los reinados de Carlos I. y Felipe II. habían absorbido casi todo el siglo XVI. Los de los tres últimos soberanos de la casa de Austria llenaron todo el siglo XVII. Una dominación de cerca de dos siglos no puede ser un paréntesis de la historia de España, como la llamó, con más ingenio que propiedad, un célebre orador de nuestros días que ya no existe.
El primer período fue el de la mayor grandeza material que la España alcanzó jamás; el segundo fue el de su mayor decadencia. Aquel sol que en los tiempos del primer Carlos y del segundo Felipe nacía y no se ocultaba nunca en los dominios españoles, pareció como arrepentido de la desigualdad con que había derramado su luz por las naciones del globo, y nos fue retirando sus resplandores hasta amenazar dejarnos sumidos en oscuras sombras, como si todo se necesitara para la compensación de lo mucho que en otro tiempo nos había privilegiado.
«No conocemos, dijimos ya en otra parte, una raza de príncipes en que se diferenciaran más los hijos de los padres que la dinastía austríaco-española.» Ya lo hemos visto. De Carlos I. a Carlos II. se ha pasado de la robustez más vigorosa a la mayor flaqueza y extenuación, como si hubieran trascurrido muchos siglos y muchas generaciones; y sin embargo el que estuvo a punto de hacer desaparecer la monarquía española no era más que el tercer nieto del que hizo a España señora de medio mundo. Mas no fue la culpa solamente del segundo Carlos. Su abuelo y su padre le habían dejado la herencia harto menguada…” (Modesto Lafuente, capítulo XV, libro V del presente volumen)
El primer período fue el de la mayor grandeza material que la España alcanzó jamás; el segundo fue el de su mayor decadencia. Aquel sol que en los tiempos del primer Carlos y del segundo Felipe nacía y no se ocultaba nunca en los dominios españoles, pareció como arrepentido de la desigualdad con que había derramado su luz por las naciones del globo, y nos fue retirando sus resplandores hasta amenazar dejarnos sumidos en oscuras sombras, como si todo se necesitara para la compensación de lo mucho que en otro tiempo nos había privilegiado.
«No conocemos, dijimos ya en otra parte, una raza de príncipes en que se diferenciaran más los hijos de los padres que la dinastía austríaco-española.» Ya lo hemos visto. De Carlos I. a Carlos II. se ha pasado de la robustez más vigorosa a la mayor flaqueza y extenuación, como si hubieran trascurrido muchos siglos y muchas generaciones; y sin embargo el que estuvo a punto de hacer desaparecer la monarquía española no era más que el tercer nieto del que hizo a España señora de medio mundo. Mas no fue la culpa solamente del segundo Carlos. Su abuelo y su padre le habían dejado la herencia harto menguada…” (Modesto Lafuente, capítulo XV, libro V del presente volumen)