Los reinados de Carlos I y Felipe II habían absorbido casi todo el siglo XVI. Los de los tres últimos soberanos de la casa de Austria llenaron todo el siglo XVII. Una dominación de cerca de dos siglos no puede ser un paréntesis de la historia de España, como la llamó, con más ingenio que propiedad, un célebre orador de nuestros días que ya no existe.
El primer período fue el de la mayor grandeza material que la España alcanzó jamás; el segundo fue el de su mayor decadencia. Aquel sol que en los tiempos del primer Carlos y del segundo Felipe nacía y no se ocultaba nunca en los dominios españoles, pareció como arrepentido de la desigualdad con que había derramado su luz por las naciones del globo, y nos fue retirando sus resplandores hasta amenazar dejarnos sumidos en oscuras sombras, como si todo se necesitara para la compensación de lo mucho que en otro tiempo nos había privilegiado.
"No conocemos, dijimos ya en otra parte, una raza de príncipes en que se diferenciaran más los hijos de los padres que la dinastía austríaco-española." Ya lo hemos visto. De Carlos I a Carlos II se ha pasado de la robustez más vigorosa a la mayor flaqueza y extenuación, como si hubieran trascurrido muchos siglos y muchas generaciones; y sin embargo el que estuvo a punto de hacer desaparecer la monarquía española no era más que el tercer nieto del que hizo a España señora de medio mundo. Mas no fue la culpa solamente del segundo Carlos. Su abuelo y su padre le habían dejado la herencia harto menguada.
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"Hallabanse, dice un escritor contemporáneo, los reales erarios, sobre consumidos, empeñados; la real hacienda vendida; los hombres de caudal unos apurados y no satisfechos, y otros que de muy satisfechos lo traían todo apurado; los mantenimientos al precio de quien vendía las necesidades; los vestuarios falsos como exóticos; los puertos marítimos con el muelle para España y las mercadurías para afuera, sacando los extranjeros los géneros para volverlos a vender beneficiados; galera y flotas pagados a costa de España, pero alquilados para los tratos de Francia, Holanda e Inglaterra; el Mediterráneo sin galeras ni bajeles; las ciudades y lugares sin riquezas ni habitadores; los castillos fronterizos sin más defensa que su planta, ni más soldados que su buen terreno; los campos sin labradores; la labor pública olvidada; la moneda tan incurable, que era ruina si se bajaba, y era perdición si se conservaba; los tribunales achacosos; la justicia con pasiones; los jueces sin temor a la fama; los puestos como de quien los posee habiéndolos comprado; las dignidades hechas herencias o compras; los honores tan vendidos en pública almoneda, que sólo faltaba la voz del pregonero; letras y armas sin mérito y con desprecio; sin máscara los pecados y con honor los delitos; el real patrimonio sangrado a mercedes y desperdicios; los espíritus apegados a la vil tolerancia, o a la violenta impaciencia; las campañas sin soldados, ni medios para tenerlos; los cabos procurando vivir más que merecer; los soldados con la precisa tolerancia que pide traerlos desnudos y mal pagados; el francés, como victorioso, atrevido; el emperador defendiendo con nuestros tesoros sus dominios; y finalmente sin reputación nuestras armas; sin crédito nuestros consejos; con desprecio los ejércitos, y con desconfianza todos."
El primer período fue el de la mayor grandeza material que la España alcanzó jamás; el segundo fue el de su mayor decadencia. Aquel sol que en los tiempos del primer Carlos y del segundo Felipe nacía y no se ocultaba nunca en los dominios españoles, pareció como arrepentido de la desigualdad con que había derramado su luz por las naciones del globo, y nos fue retirando sus resplandores hasta amenazar dejarnos sumidos en oscuras sombras, como si todo se necesitara para la compensación de lo mucho que en otro tiempo nos había privilegiado.
"No conocemos, dijimos ya en otra parte, una raza de príncipes en que se diferenciaran más los hijos de los padres que la dinastía austríaco-española." Ya lo hemos visto. De Carlos I a Carlos II se ha pasado de la robustez más vigorosa a la mayor flaqueza y extenuación, como si hubieran trascurrido muchos siglos y muchas generaciones; y sin embargo el que estuvo a punto de hacer desaparecer la monarquía española no era más que el tercer nieto del que hizo a España señora de medio mundo. Mas no fue la culpa solamente del segundo Carlos. Su abuelo y su padre le habían dejado la herencia harto menguada.
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"Hallabanse, dice un escritor contemporáneo, los reales erarios, sobre consumidos, empeñados; la real hacienda vendida; los hombres de caudal unos apurados y no satisfechos, y otros que de muy satisfechos lo traían todo apurado; los mantenimientos al precio de quien vendía las necesidades; los vestuarios falsos como exóticos; los puertos marítimos con el muelle para España y las mercadurías para afuera, sacando los extranjeros los géneros para volverlos a vender beneficiados; galera y flotas pagados a costa de España, pero alquilados para los tratos de Francia, Holanda e Inglaterra; el Mediterráneo sin galeras ni bajeles; las ciudades y lugares sin riquezas ni habitadores; los castillos fronterizos sin más defensa que su planta, ni más soldados que su buen terreno; los campos sin labradores; la labor pública olvidada; la moneda tan incurable, que era ruina si se bajaba, y era perdición si se conservaba; los tribunales achacosos; la justicia con pasiones; los jueces sin temor a la fama; los puestos como de quien los posee habiéndolos comprado; las dignidades hechas herencias o compras; los honores tan vendidos en pública almoneda, que sólo faltaba la voz del pregonero; letras y armas sin mérito y con desprecio; sin máscara los pecados y con honor los delitos; el real patrimonio sangrado a mercedes y desperdicios; los espíritus apegados a la vil tolerancia, o a la violenta impaciencia; las campañas sin soldados, ni medios para tenerlos; los cabos procurando vivir más que merecer; los soldados con la precisa tolerancia que pide traerlos desnudos y mal pagados; el francés, como victorioso, atrevido; el emperador defendiendo con nuestros tesoros sus dominios; y finalmente sin reputación nuestras armas; sin crédito nuestros consejos; con desprecio los ejércitos, y con desconfianza todos."