Amaneció al fin el que había de ser para siempre memorable 2 de mayo. Desde muy temprano se empezaron a notar aquellos síntomas que por lo regular preceden a los sacudimientos populares. Grupos numerosos de hombres y mujeres, entre los cuales muchos paisanos de las cercanías de Madrid que se habían quedado la víspera, fueron llenando la plaza de palacio, punto de donde habían de partir los infantes. A las nueve salió el carruaje que conducía a la reina de Etruria y sus hijos, sin oposición y sin sentimiento de nadie, ya por mirársela como una princesa casi extranjera, ya por ser del partido contrario a Fernando. Difundieron los criados de palacio la voz de que el infante don Francisco, niño todavía, lloraba porque no quería salir de Madrid. Enterneció esto a las mujeres, y excitó la ira de los hombres. A tal tiempo se presentó en la plazuela el ayudante de Murat Lagrange, y calculando el pueblo que iba a apresurar la retrasada partida, levantóse un general murmullo. Cuando el combustible está muy preparado, una chispa basta para producir un incendio. Al grito de una mujer anciana: «¡Válgame Dios, que se llevan a Francia todas las personas reales!» lanzóse la multitud ...
Instantáneamente se vio a los moradores de la capital lanzarse a las calles, armados de escopetas, carabinas, espadas, chuzos...
A pesar de la desigualdad de las fuerzas y de la superioridad que da el armamento, la instrucción y la disciplina militar, batíase el paisanaje con arrojo extraordinario, muchos vendían caras sus vidas, a veces hacían retroceder masas de jinetes, otros asestaban un tiro certero desde una esquina, mientras desde los balcones, ventanas y tejados, hombres y mujeres arrojaban sobre las tropas imperiales cuantos objetos podían ofenderlas. Mas aunque sobraba ardor y corazón, y se repetían y menudeaban aisladas proezas y hechos de individual heroísmo, la lucha era insostenible por parte de un pueblo desprovisto de jefes y desgobernado. (Modesto Lafuente, Capítulo XXIII, "El dos de mayo en Madrid", del libro que el lector tiene en sus manos)
Instantáneamente se vio a los moradores de la capital lanzarse a las calles, armados de escopetas, carabinas, espadas, chuzos...
A pesar de la desigualdad de las fuerzas y de la superioridad que da el armamento, la instrucción y la disciplina militar, batíase el paisanaje con arrojo extraordinario, muchos vendían caras sus vidas, a veces hacían retroceder masas de jinetes, otros asestaban un tiro certero desde una esquina, mientras desde los balcones, ventanas y tejados, hombres y mujeres arrojaban sobre las tropas imperiales cuantos objetos podían ofenderlas. Mas aunque sobraba ardor y corazón, y se repetían y menudeaban aisladas proezas y hechos de individual heroísmo, la lucha era insostenible por parte de un pueblo desprovisto de jefes y desgobernado. (Modesto Lafuente, Capítulo XXIII, "El dos de mayo en Madrid", del libro que el lector tiene en sus manos)