Desde la muerte de Fernando VII hasta nuestros días ha habido en España una grande y favorable transformación, de la cual podíanse ya advertir los efectos al terminar la regencia y al empezar la mayor edad de doña Isabel II. Esta transformación ocurrió, no sólo en las ideas, sino también en la exterior cultura y ser material del país, aunque con mayores dificultades y pausas; y a su vez y con el andar del tiempo podrá traer opimos frutos para el valer político y el florecimiento intelectual de nuestra patria, ya que, así la importancia de un Estado, como la excelencia de la civilización de un pueblo, casi siempre requieren, y en el día presuponen más que nunca, el desarrollo de los intereses materiales.
No se puede dudar de que en España se advierte hoy este desarrollo: de que en España, desde 1833 en adelante, el acervo común de la riqueza pública ha crecido y los españoles se han hecho más ricos y prósperos, o si se quiere menos desventurados y pobres de lo que eran.
¿Se han logrado estas ventajas por la revolución, independientemente de la revolución o a pesar de la revolución? Las tres soluciones tienen partidarios: en favor de las tres se aducen argumentos. Dentro del consorcio de las naciones europeas, que, si bien roto a menudo por guerras espantosas, sobrevive siempre y forma algo a modo de confederación para fines civilizadores, España, unida además por raza, por religión semejante o idéntica, y hasta por lengua muy parecida, a los pueblos que van al frente y abren la marcha en el camino del progreso, y ligada por último al continente de Europa por el Pirineo mismo, puede decirse que ha sido llevada como a remolque, independientemente de sus convulsiones políticas, y tal vez a pesar de ellas, a más alto grado de bienestar y de prosperidad. Pero, como esta misma unión o solidaridad con otras naciones, y hasta el cada día más frecuente trato con ellas, así como pueden haber importado las ventajas materiales, pueden haber importado también las teorías y doctrinas en cuya virtud han tenido lugar las mudanzas políticas, lo único dudoso será la originalidad o iniciativa nuestra, así en estas mudanzas como en aquellas mejoras, pero no puede dudarse de que todo ha venido a la vez y de que lo primero ha influido en lo segundo.
La revolución en España no ha sido meramente política. Los cambios más radicales, dentro de dicho orden, no hubieran bastado jamás a sostener el trono de la reina. La Constitución de tal o cual año, la libertad de imprenta, el parlamentarismo y las más liberales leyes orgánicas nos parece que no hubieran prestado suficiente entusiasmo al pueblo y suficientes recursos al tesoro para impedir que Carlos V o alguno de sus sucesores subiese al trono. Para impedirlo fue menester una revolución social, y revolución social ha habido. De aquí que la encarnación de ella, el hombre a quien más debe el trono de doña Isabel II y de sus sucesores fuese don Juan Álvarez Mendizábal. No era pueril y estrecho espíritu de partido el que incitó a los progresistas a erigir estatua en la plaza del Progreso a tan famoso revolucionario. Sin la venta de los bienes de clérigos, frailes y monjas, sin el poderoso empeño de los compradores en conservar lo adquirido, sin los recursos que suministraba la venta, sin el afán con que los acreedores del Estado anhelaban que fuese válida como una garantía de sus créditos, y sin la difusión y crecimiento de esa gran masa de riqueza en manos más codiciosas y activas, tal vez la inocente Isabel no hubiera tenido tan numerosos defensores, ni hubiera conseguido que se derramase tanta sangre para sostener la corona en sus sienes. Es evidente que en España, como ya había sucedido en otros países, hubo, a par de una revolución política, una revolución social de innegable eficacia para que la otra revolución se lograra.
No se puede dudar de que en España se advierte hoy este desarrollo: de que en España, desde 1833 en adelante, el acervo común de la riqueza pública ha crecido y los españoles se han hecho más ricos y prósperos, o si se quiere menos desventurados y pobres de lo que eran.
¿Se han logrado estas ventajas por la revolución, independientemente de la revolución o a pesar de la revolución? Las tres soluciones tienen partidarios: en favor de las tres se aducen argumentos. Dentro del consorcio de las naciones europeas, que, si bien roto a menudo por guerras espantosas, sobrevive siempre y forma algo a modo de confederación para fines civilizadores, España, unida además por raza, por religión semejante o idéntica, y hasta por lengua muy parecida, a los pueblos que van al frente y abren la marcha en el camino del progreso, y ligada por último al continente de Europa por el Pirineo mismo, puede decirse que ha sido llevada como a remolque, independientemente de sus convulsiones políticas, y tal vez a pesar de ellas, a más alto grado de bienestar y de prosperidad. Pero, como esta misma unión o solidaridad con otras naciones, y hasta el cada día más frecuente trato con ellas, así como pueden haber importado las ventajas materiales, pueden haber importado también las teorías y doctrinas en cuya virtud han tenido lugar las mudanzas políticas, lo único dudoso será la originalidad o iniciativa nuestra, así en estas mudanzas como en aquellas mejoras, pero no puede dudarse de que todo ha venido a la vez y de que lo primero ha influido en lo segundo.
La revolución en España no ha sido meramente política. Los cambios más radicales, dentro de dicho orden, no hubieran bastado jamás a sostener el trono de la reina. La Constitución de tal o cual año, la libertad de imprenta, el parlamentarismo y las más liberales leyes orgánicas nos parece que no hubieran prestado suficiente entusiasmo al pueblo y suficientes recursos al tesoro para impedir que Carlos V o alguno de sus sucesores subiese al trono. Para impedirlo fue menester una revolución social, y revolución social ha habido. De aquí que la encarnación de ella, el hombre a quien más debe el trono de doña Isabel II y de sus sucesores fuese don Juan Álvarez Mendizábal. No era pueril y estrecho espíritu de partido el que incitó a los progresistas a erigir estatua en la plaza del Progreso a tan famoso revolucionario. Sin la venta de los bienes de clérigos, frailes y monjas, sin el poderoso empeño de los compradores en conservar lo adquirido, sin los recursos que suministraba la venta, sin el afán con que los acreedores del Estado anhelaban que fuese válida como una garantía de sus créditos, y sin la difusión y crecimiento de esa gran masa de riqueza en manos más codiciosas y activas, tal vez la inocente Isabel no hubiera tenido tan numerosos defensores, ni hubiera conseguido que se derramase tanta sangre para sostener la corona en sus sienes. Es evidente que en España, como ya había sucedido en otros países, hubo, a par de una revolución política, una revolución social de innegable eficacia para que la otra revolución se lograra.