Tras el cerco de Pamplona (1521), un soldado convaleciente contempla en su castillo de Loyola la luz de la herida que a punto estuvo de costarle la vida. El ávido lector de novelas de caballerías, galán y mujeriego, se sumerge en los devocionarios y encuentra una tranquilidad de espíritu desconocida. Se convierte en predicador popular, la Iglesia oficial le exige titulación académica para hablar de Cristo, el Santo Oficio le muestra su antipatía, al momento trata de cumplir con el trámite y se matricula en la universidad de Alcalá, cuna del humanismo, luego pasa a Salamanca, garante de la tradición, después a París y, entre las clases en la Sorbona, congrega en Montmartre a los primeros miembros. Así nace la Compañía de Jesús. Desde 1540 esta orden, dirigida por el prepósito general, o papa negro, ha desplegado una relevante influencia en los planos político y social. Ni la secularización ni el anticlericalismo pudieron extinguir la obra de Ignacio: «de todo se puede acusar a los jesuitas… menos de que no saben educar», aseguraba Voltaire. El cuarto voto, de obediencia al pontífice, reconocía la cercanía con Roma, de ahí la expulsión sufrida en el siglo XVIII cuando a los monarcas les interesaba, más que la misión en los confines de la Tierra, el garantizarse el dominio temporal de los cuadros eclesiásticos. De entre los diecisiete mil jesuitas profesos que predican hoy, uno de ellos, Jorge Mario Bergoglio, es el primer papa jesuita de la historia.
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