En este abnegado escrito solamente he querido presentar lo que es –y por supuesto que éste es sólo mi humilde parecer– el pueblo de Nicaragua: somos gente de paso, gente de muchas razas, gente mezclada, gente de caminos, gente sencilla, gente sin muchas pretensiones, gente que un día tiene un lugar en el mundo y al día siguiente esa presencia se esfuma, en dependencia de si valemos algo, hacemos una guerra civil o nos ocurre alguna desgracia, es decir, somos noticia.
He querido también dibujar con palabras lo que es esta tierrita. Esta tierrita mía es una tierra de cruce, que muchos han envidiado y utilizado para diversos fines: atravesar el continente, buscar mejores horizontes, huir de sus propias miserias, cumplir sus propios sueños, enriquecer a sus propios amos.
Pero en todos los casos se observa que esas personas al llegar aquí se enamoran de nuestras agrestes montañas, de nuestros inmensos lagos, de nuestros imponentes volcanes, de nuestra eterna sonrisa, toman la mano que les tendemos y al final terminan apoderándose de todo, y ante lo cual nada podemos hacer porque nuestra avaricia es casi inexistente.
Somos una tierra castigada.
Tierra castigada por las guerras.
Desde que tenemos conciencia de nuestra historia hemos estado entrando, huyendo o terminando guerras: guerras entre nosotros, guerras contra los que nos invaden, guerras contra los que nos roban, guerras por nuestra propia paz, guerras por la paz de otros, guerras contra los vecinos y guerras por liberarnos, guerras por la tierra, guerras por el agua, guerras por el puro placer de hacer la guerra.
Tierra castigada por la naturaleza.
Desde siempre nos hemos visto afectado por esa incontrolable furia que la naturaleza tiene la costumbre de mostrar en forma de huracanes, terremotos, vendavales, inundaciones, erupciones, maremotos, incendios, plagas, sequías o hambrunas. En fin, hemos sido afectados por tantos y tan diversos fenómenos naturales, de esos que se pueden considerar como adversos a la existencia del hombre, que se puede decir que no existe uno que no se haya cebado en nuestra tierra. Y con su gente. Esta situación de permanente zozobra nos ha llevado a comprender lo efímera que es la vida y el adorno con que la pasamos, es decir los objetos, y debido a esto nuestras casas, nuestros caminos, nuestros puentes, en fin, todo aquello que podría considerarse como un adelanto de la civilización lo construimos pensando en el día de hoy y no en el mañana porque seguramente, pensamos, o nosotros o eso ya no existirá.
El resultado total de estos inconvenientes, es que nos hemos vuelto resistentes, flexibles, luchadores, casi indómitos. Somos como la caña de trigo sabanero que un día la quiebra el vendaval y se repone, la troncha el viento y se repone, la corta el hombre y se repone, la quema el fuego y se repone, la inunda el huracán y se repone, la consume la sequía y se repone. Se destuerce, renace, retoña, reverdece, se recupera. Un día se ve que toca el suelo con la punta de sus hojas y se piensa que todo está perdido, que caerá, que se derrumba sin remedio, pero milagrosamente se repone y vuelve a brillar con mayor nitidez que antes.
Así somos los nicaragüenses.
He querido también dibujar con palabras lo que es esta tierrita. Esta tierrita mía es una tierra de cruce, que muchos han envidiado y utilizado para diversos fines: atravesar el continente, buscar mejores horizontes, huir de sus propias miserias, cumplir sus propios sueños, enriquecer a sus propios amos.
Pero en todos los casos se observa que esas personas al llegar aquí se enamoran de nuestras agrestes montañas, de nuestros inmensos lagos, de nuestros imponentes volcanes, de nuestra eterna sonrisa, toman la mano que les tendemos y al final terminan apoderándose de todo, y ante lo cual nada podemos hacer porque nuestra avaricia es casi inexistente.
Somos una tierra castigada.
Tierra castigada por las guerras.
Desde que tenemos conciencia de nuestra historia hemos estado entrando, huyendo o terminando guerras: guerras entre nosotros, guerras contra los que nos invaden, guerras contra los que nos roban, guerras por nuestra propia paz, guerras por la paz de otros, guerras contra los vecinos y guerras por liberarnos, guerras por la tierra, guerras por el agua, guerras por el puro placer de hacer la guerra.
Tierra castigada por la naturaleza.
Desde siempre nos hemos visto afectado por esa incontrolable furia que la naturaleza tiene la costumbre de mostrar en forma de huracanes, terremotos, vendavales, inundaciones, erupciones, maremotos, incendios, plagas, sequías o hambrunas. En fin, hemos sido afectados por tantos y tan diversos fenómenos naturales, de esos que se pueden considerar como adversos a la existencia del hombre, que se puede decir que no existe uno que no se haya cebado en nuestra tierra. Y con su gente. Esta situación de permanente zozobra nos ha llevado a comprender lo efímera que es la vida y el adorno con que la pasamos, es decir los objetos, y debido a esto nuestras casas, nuestros caminos, nuestros puentes, en fin, todo aquello que podría considerarse como un adelanto de la civilización lo construimos pensando en el día de hoy y no en el mañana porque seguramente, pensamos, o nosotros o eso ya no existirá.
El resultado total de estos inconvenientes, es que nos hemos vuelto resistentes, flexibles, luchadores, casi indómitos. Somos como la caña de trigo sabanero que un día la quiebra el vendaval y se repone, la troncha el viento y se repone, la corta el hombre y se repone, la quema el fuego y se repone, la inunda el huracán y se repone, la consume la sequía y se repone. Se destuerce, renace, retoña, reverdece, se recupera. Un día se ve que toca el suelo con la punta de sus hojas y se piensa que todo está perdido, que caerá, que se derrumba sin remedio, pero milagrosamente se repone y vuelve a brillar con mayor nitidez que antes.
Así somos los nicaragüenses.