Y no habría oído la historia de Josefa la del río, quien no nació perversa pero fue un azote en los altos afluentes del Serpientes; quizá menos inclemente que su leyenda, aunque, ciertamente, de una crueldad que solamente se puede concebir si se han recorrido los canales en un barco fluvial; se ha bebido, en uno de los tugurios de palma, un licor que quema hasta lo más recóndito del alma; o se ha dejado la piel de la espalda pegada a los pesados fardos del muelle. Únicamente ellos; los que si alguna vez tuvieron alma, la perdieron en la bruma del tiempo; conocen la violencia que se agazapa en cada rincón de los arroyos, que se gesta en los recodos en los que el sol no se enfrenta con la foresta, y en las calles oscuras de la población, donde matar y robar significa tener alimento y aguardiente para otra jornada, nunca algo de lo que avergonzarse. La vergüenza es exclusiva de quien es víctima, o de quien falla en su intento; por el fracaso no se perdona en la jungla, y, a veces, se castiga con la muerta.
Yo no entenderé jamás la dureza de su proceder; aunque sí los motivos para ello; pero lo plasmo en un papel porque me he creado la obligación de recoger narraciones, registrarlas como las escucho, y no ofrecer moralejas. Es lo más aséptico para un escritor, lo más cabal, y lo menos comprometido. La responsabilidad de la veracidad de los hechos la asume aquél que me participó su historia; en este caso: el viejo Lucas Maceda, quien se jactaba de haber navegado todo arroyo por el que cupiese una lancha, y caminado por cualquier brecha que pudiera desbrozar un machete.
Pero él no narró la vivencia completa, así que el desenlace lo aporté yo. Pero no quiero adelantar vísperas, porque todo tiene una secuencia. Y, si bien, no la conocí en tal orden, debo respetarlo ahora que soy dueño de la versión completa.
A veces, sería mejor que la narración permaneciese inconclusa, para que se perpetuase como leyenda, sin limitarla a una simple historia. Así, los protagonistas parecerían una invención, y no la cruda realidad que se vive en los lugares a los que no llegan los periódicos, ni quien los escriba; en los que la ley únicamente castiga a quien prácticamente se entrega, pero jamás se arriesga a perseguir a un asesino por la jungla; donde la gente son cifras para el gobierno; sin nombre ni apellido, adornos que ni usan ni tampoco necesitan; y se contenta con enterrarlos sin garabatear dos líneas en un registro.
La mayor desgracia de la leyenda de Los Ríos, para sus habitantes, fue convertirla en realidad, y que los forasteros propagasen sus fechorías, sacando a la luz lo que debería estar encubierto entre la fronda insondable. Y el gobierno, empujado por la opinión pública, envió tropas a la selva, despojándola del misterio y el mito. Desde entonces, ya no nacieron nuevos azotes de Los Ríos, y se transformaron en algo tan poco original como pendencieros de taberna.
Quizá, la que narro, sea la última de las gestas de Los Ríos.
Yo no entenderé jamás la dureza de su proceder; aunque sí los motivos para ello; pero lo plasmo en un papel porque me he creado la obligación de recoger narraciones, registrarlas como las escucho, y no ofrecer moralejas. Es lo más aséptico para un escritor, lo más cabal, y lo menos comprometido. La responsabilidad de la veracidad de los hechos la asume aquél que me participó su historia; en este caso: el viejo Lucas Maceda, quien se jactaba de haber navegado todo arroyo por el que cupiese una lancha, y caminado por cualquier brecha que pudiera desbrozar un machete.
Pero él no narró la vivencia completa, así que el desenlace lo aporté yo. Pero no quiero adelantar vísperas, porque todo tiene una secuencia. Y, si bien, no la conocí en tal orden, debo respetarlo ahora que soy dueño de la versión completa.
A veces, sería mejor que la narración permaneciese inconclusa, para que se perpetuase como leyenda, sin limitarla a una simple historia. Así, los protagonistas parecerían una invención, y no la cruda realidad que se vive en los lugares a los que no llegan los periódicos, ni quien los escriba; en los que la ley únicamente castiga a quien prácticamente se entrega, pero jamás se arriesga a perseguir a un asesino por la jungla; donde la gente son cifras para el gobierno; sin nombre ni apellido, adornos que ni usan ni tampoco necesitan; y se contenta con enterrarlos sin garabatear dos líneas en un registro.
La mayor desgracia de la leyenda de Los Ríos, para sus habitantes, fue convertirla en realidad, y que los forasteros propagasen sus fechorías, sacando a la luz lo que debería estar encubierto entre la fronda insondable. Y el gobierno, empujado por la opinión pública, envió tropas a la selva, despojándola del misterio y el mito. Desde entonces, ya no nacieron nuevos azotes de Los Ríos, y se transformaron en algo tan poco original como pendencieros de taberna.
Quizá, la que narro, sea la última de las gestas de Los Ríos.