Ya lo dijo el filósofo y escritor
francés Blaise Pascal (1623-
1662): El corazón tiene
razones que la razón no
conoce (Pensées sur la
religion, 1669). Y es cierto, porque
nuestro biografiado Mondeño, y todos los
mortales, nunca conoceremos las razones
de las inclinaciones mundanas del
corazón, incluyendo a San Agustín, pero
el diestro de Puerto Real tiene en su
haber el don de la fidelidad inquebrantable,
que aplicó en su vida sentimental y
en su arte de quietud inmutable que nos
angustiaba.
En esta semblanza -expuesta en
unos Apuntes, que no libro y sí, como cita
don Francisco Pérez Aguilar será mi
último trabajo-, por ejemplo, y sin que
sirva de precedente, olvido el toreo más
puro y clásico del que soy adepto incondicional,
pero cada día siento más lejana
la posibilidad de saciar mi sed de ese tipo
de toreo, porque la vitalidad ancestral de
los toros está en vías de extinción. Sin
embargo, el toreo puro guardará siempre
una inmutable relación, un principio, una
idea fija: la pierna adelante, la mano baja,
y el terreno escaso, que no dé lugar a la
duda del toro ni al hombre, como lo
interpretaba Juan Belmonte García, que
toreaba en el más escaso terreno que
ningún otro torero ha podido ocupar.
Pero voy a ocuparme de un torero
singular, de un paisano de Puerto Real
(Cádiz), cuna del mítico torero Bernardo
Gaviño Rueda y madre paridora de
insignes Almirantes a la mar -de los que
ya lleva en su cuenta biográfica, don Paco
Pérez Aguilar, un total de veintiuno: Juan
García Jiménez, apodado Mondeño, que
gozó de simpatías y admiración entre toda
clase de públicos, especialmente del
barcelonés, fue capaz de detener y saborear
el espíritu del toreo con su quietud
de permanente desasón para quienes le
veían torear, sin espacio entre toro y
torero, un artista que ha inmortalizando
su imagen increíblemente frágil, engendrando
vocaciones vitales que le llevaron
desde su escalofriante principio inamovible
ante los toros, hasta una sencillez
humanística envidiable, pasando por el
recogimiento espiritual propio de un fraile
dominico, desgraciadamente inacabado.
He aquí la historia breve, en
unos apuntes, de un torero con vocación
de fraile, ya que desde niño quería haber
sido misionero, que fue un gran observador
de la conducta de los animales (*),
un personaje con una personalidad
artística casi irrepetible. Admiré como
muchos otros aficionados a Mondeño,
pero que desgraciadamente no es muy
conocido. Y Mondeño era el reverso del
arte de torear en base a unos principios
inamovibles. Pero gustaba su manera de
concebir el toreo, frío, hierático, marmóreo,
coronado por una quietud que angustiaba.
francés Blaise Pascal (1623-
1662): El corazón tiene
razones que la razón no
conoce (Pensées sur la
religion, 1669). Y es cierto, porque
nuestro biografiado Mondeño, y todos los
mortales, nunca conoceremos las razones
de las inclinaciones mundanas del
corazón, incluyendo a San Agustín, pero
el diestro de Puerto Real tiene en su
haber el don de la fidelidad inquebrantable,
que aplicó en su vida sentimental y
en su arte de quietud inmutable que nos
angustiaba.
En esta semblanza -expuesta en
unos Apuntes, que no libro y sí, como cita
don Francisco Pérez Aguilar será mi
último trabajo-, por ejemplo, y sin que
sirva de precedente, olvido el toreo más
puro y clásico del que soy adepto incondicional,
pero cada día siento más lejana
la posibilidad de saciar mi sed de ese tipo
de toreo, porque la vitalidad ancestral de
los toros está en vías de extinción. Sin
embargo, el toreo puro guardará siempre
una inmutable relación, un principio, una
idea fija: la pierna adelante, la mano baja,
y el terreno escaso, que no dé lugar a la
duda del toro ni al hombre, como lo
interpretaba Juan Belmonte García, que
toreaba en el más escaso terreno que
ningún otro torero ha podido ocupar.
Pero voy a ocuparme de un torero
singular, de un paisano de Puerto Real
(Cádiz), cuna del mítico torero Bernardo
Gaviño Rueda y madre paridora de
insignes Almirantes a la mar -de los que
ya lleva en su cuenta biográfica, don Paco
Pérez Aguilar, un total de veintiuno: Juan
García Jiménez, apodado Mondeño, que
gozó de simpatías y admiración entre toda
clase de públicos, especialmente del
barcelonés, fue capaz de detener y saborear
el espíritu del toreo con su quietud
de permanente desasón para quienes le
veían torear, sin espacio entre toro y
torero, un artista que ha inmortalizando
su imagen increíblemente frágil, engendrando
vocaciones vitales que le llevaron
desde su escalofriante principio inamovible
ante los toros, hasta una sencillez
humanística envidiable, pasando por el
recogimiento espiritual propio de un fraile
dominico, desgraciadamente inacabado.
He aquí la historia breve, en
unos apuntes, de un torero con vocación
de fraile, ya que desde niño quería haber
sido misionero, que fue un gran observador
de la conducta de los animales (*),
un personaje con una personalidad
artística casi irrepetible. Admiré como
muchos otros aficionados a Mondeño,
pero que desgraciadamente no es muy
conocido. Y Mondeño era el reverso del
arte de torear en base a unos principios
inamovibles. Pero gustaba su manera de
concebir el toreo, frío, hierático, marmóreo,
coronado por una quietud que angustiaba.