En medio de la Metrópolis existía un fenómeno peculiar al que sus habitantes estaban tan acostumbrados que no le prestaban atención, como si negaran su existencia. Era un templo Essarois, gigantesco. Estaba ubicado en una isla rodeada por aguas color rojo intenso que no tenían comunicación alguna con ningún otro río o corriente, pero que sin embargo siempre estaban agitadas. La Metrópolis comenzaba a unos doscientos metros de la costa; cuatro caminos llegaban a los puentes levadizos que comunicaban la isla, cada uno atravesando un punto cardinal distinto. Pero nadie circulaba por ellos, nadie se acercaba a la costa. Los habitantes de la Metrópolis sabían que existía el templo porque no podían atravesarlo, pero sólo eso deseaban saber. Hasta incluso la luz hacía lo posible por ocultarlo ya que producía alrededor de la isla ese efecto que hace borrosa la visión, como si la superficie quemara y el calor elevándose distorsionara la imagen.
Y ahí se dirigía Bálderus, a Hancor Erexar. Un gigantesco edificio de piedra con varias torres que se elevaban como espinas atravesando el firmamento. El color negro de su superficie contrastaba con el verde brillante de la hierba que lo rodeaba. Justo detrás del puente se podía divisar el monumental umbral que ostentaba el emblema Essarois sobre él. Para Bálderus, observar esa magnífica y colosal estructura era como espiar un pasado inmemorial donde no había ni ejército, ni Metrópolis, ni Imperio, ni pacto. Sólo la supremacía Essarois.
—Sabes qué es ese olor, ¿no?—dijo Mael rompiendo el encantamiento de Bálderus, de pie en el puente que sobrepasaba las aguas escarlata.
—Mejor cierra la boca—contestó terminante Bálderus.
Venían a buscar al guerrero que completaría el Pacto y ahí estaba, detrás de sus maestros, a la espera de que el Señor de Erexar dijera lo que había venido a decir. Bálderus la observó mejor. Era joven, bastante más que cuando él se unió al ejército. Era mucho más alta que los soldados, más alta que Mael y casi tan alta como él. Sus miembros eran delgados, pero bien formados, se podían notar sus músculos, aún a pesar de la ropa. De tez muy blanca, su cabello negro, que hacía juego con sus ojos, era lacio y le caía a ambos lados de su rostro hasta los hombros. Su postura era erguida pero descansada, con ambos brazos a cada lado del cuerpo. El izquierdo por detrás de las letales espadas que llevaba colgadas; una era muy larga y la otra casi la mitad de la primera.
Ahí estaba ella, una Essarois, aquella raza temida e idolatrada en igual medida; el pasar del tiempo no había suavizado las pesadillas. Asesinos despiadados para algunos, guardianes salvadores para otros; solo una cosa se aceptaba sin dudar sobre los Essarois: eran los Señores de la Guerra más poderosos de todo Keria y ahí Bálderus tenía a una de ellos, una Eru, la élite Essarois. Sus ojos negros se posaron en los de él, misteriosos, antiguos, inexpresivos. Ese fue el día en que su vida cambiaría por completo, el día en que conoció a Khaleid.
Y ahí se dirigía Bálderus, a Hancor Erexar. Un gigantesco edificio de piedra con varias torres que se elevaban como espinas atravesando el firmamento. El color negro de su superficie contrastaba con el verde brillante de la hierba que lo rodeaba. Justo detrás del puente se podía divisar el monumental umbral que ostentaba el emblema Essarois sobre él. Para Bálderus, observar esa magnífica y colosal estructura era como espiar un pasado inmemorial donde no había ni ejército, ni Metrópolis, ni Imperio, ni pacto. Sólo la supremacía Essarois.
—Sabes qué es ese olor, ¿no?—dijo Mael rompiendo el encantamiento de Bálderus, de pie en el puente que sobrepasaba las aguas escarlata.
—Mejor cierra la boca—contestó terminante Bálderus.
Venían a buscar al guerrero que completaría el Pacto y ahí estaba, detrás de sus maestros, a la espera de que el Señor de Erexar dijera lo que había venido a decir. Bálderus la observó mejor. Era joven, bastante más que cuando él se unió al ejército. Era mucho más alta que los soldados, más alta que Mael y casi tan alta como él. Sus miembros eran delgados, pero bien formados, se podían notar sus músculos, aún a pesar de la ropa. De tez muy blanca, su cabello negro, que hacía juego con sus ojos, era lacio y le caía a ambos lados de su rostro hasta los hombros. Su postura era erguida pero descansada, con ambos brazos a cada lado del cuerpo. El izquierdo por detrás de las letales espadas que llevaba colgadas; una era muy larga y la otra casi la mitad de la primera.
Ahí estaba ella, una Essarois, aquella raza temida e idolatrada en igual medida; el pasar del tiempo no había suavizado las pesadillas. Asesinos despiadados para algunos, guardianes salvadores para otros; solo una cosa se aceptaba sin dudar sobre los Essarois: eran los Señores de la Guerra más poderosos de todo Keria y ahí Bálderus tenía a una de ellos, una Eru, la élite Essarois. Sus ojos negros se posaron en los de él, misteriosos, antiguos, inexpresivos. Ese fue el día en que su vida cambiaría por completo, el día en que conoció a Khaleid.