Como Borges, pienso que hablar de cuentos no leídos es ardua tarea, porque como un equilibrista hay que salvar el comentario inapropiado que alerte al lector acerca de la trama o la apostilla clarificadora que en vez de ayudar al relato lo desbroza, guiando al lector hacia unas conclusiones que, posiblemente, son peores que las que él, por sí mismo, deduciría. Yo también prefiero el epílogo; pero hay veces que es necesaria una pequeña explicación inicial, sobre todo cuando son relatos tan personales.
Las primeras palabras del relato inicial fueron escritas en La Habana, en la calle 23, en la misma esquina donde Korda sacó la famosísima foto del Che. En aquel lugar sólo cabía hacerse una pregunta: ¿Cuál será la última revolución? Así que trasladé la calle 23 a Viena, una ciudad llena de recuerdos; y decidí que mi amigo Mariano Álvarez Lórenz, muerto a los 25 años cuando le quedaban tantas batallas por librar, salvase a la Humanidad y, sobre todo, a los mansos, del sospechoso porvenir que se avecina en un mundo en el que todos los libros, incluso los futuros, ya están escritos.
El cuento titulado La Arena Infinita sigue la línea del anterior, pero es la inmortalidad su eje central. Borges dijo que la idea de la eternidad es una idea terrible. A mí también me lo parece.
Salgo un momento, puede que tarde un poco es un juego acerca del lenguaje y de la posibilidad de que sea la geografía quien conforme los idiomas. Así que mezclé esa teoría con los dos mundos de H.G. Wells y terminé buscando al capitán Oates a la conquista de la Antártida instantes después de pronunciar su famosa frase: Voy a salir un momento, puede que tarde un poco. “El capitán Scout y Wilson no abrieron la boca porque sabían que el soldado iba hacia la muerte”. Decir que cuando pensé en este relato yo andaba trabajando en un centro en el que se preparaban las campañas antárticas anuales, un motivo más para soñar. Yo, como otros muchos, siempre soñé con llegar al Polo Sur. Hice lo que pude.
Me he tomado la licencia de trasladar a los cuentos a algunas personas que se cruzaron en mi vida. Rápido se reconocerán en ellos. Siempre lo hago y, la verdad, no me he ganado demasiados enemigos.
A Sebastián Artigas, médico argentino, especialista en la lucha contra el cáncer, lo conocí en La Habana, le sobraba sentido común, y yo lo ubiqué en el Concilio con otro supuesto nombre. Con Adheesh Shina, un capitán del Ejército Indio, recorrí todo el sur del río Litani; especialista en comunicaciones le daba cada noche por ponerme un problema matemático para que nos relajáramos. Yo prefería leer a Baudelaire o a Joseph Brodsky cuyos libros llevaba en la mochila. Nunca se lo dije. Aprovecho estas páginas. A Luo Yang Yang la conocí en Marjayoun y era oficial de información pública del Ejército Chino. Me dijo que se ganó el puesto durante el terremoto de Sichuan, donde no paró de hacer fotos. Posiblemente, ya nos habíamos cruzado en Sichuan, años antes, donde nació mi hijo, mi príncipe de Sichuan, rey de los Tres Valles, sin percatarnos. Yo la llevé a Alejandría. Los demás se reconocerán por sus hechos.
Ni que decir tiene que este libro está dedicado a Jorge Luis Borges y, bien que sé, que como escritor seguir a Borges es una inmolación.
Las primeras palabras del relato inicial fueron escritas en La Habana, en la calle 23, en la misma esquina donde Korda sacó la famosísima foto del Che. En aquel lugar sólo cabía hacerse una pregunta: ¿Cuál será la última revolución? Así que trasladé la calle 23 a Viena, una ciudad llena de recuerdos; y decidí que mi amigo Mariano Álvarez Lórenz, muerto a los 25 años cuando le quedaban tantas batallas por librar, salvase a la Humanidad y, sobre todo, a los mansos, del sospechoso porvenir que se avecina en un mundo en el que todos los libros, incluso los futuros, ya están escritos.
El cuento titulado La Arena Infinita sigue la línea del anterior, pero es la inmortalidad su eje central. Borges dijo que la idea de la eternidad es una idea terrible. A mí también me lo parece.
Salgo un momento, puede que tarde un poco es un juego acerca del lenguaje y de la posibilidad de que sea la geografía quien conforme los idiomas. Así que mezclé esa teoría con los dos mundos de H.G. Wells y terminé buscando al capitán Oates a la conquista de la Antártida instantes después de pronunciar su famosa frase: Voy a salir un momento, puede que tarde un poco. “El capitán Scout y Wilson no abrieron la boca porque sabían que el soldado iba hacia la muerte”. Decir que cuando pensé en este relato yo andaba trabajando en un centro en el que se preparaban las campañas antárticas anuales, un motivo más para soñar. Yo, como otros muchos, siempre soñé con llegar al Polo Sur. Hice lo que pude.
Me he tomado la licencia de trasladar a los cuentos a algunas personas que se cruzaron en mi vida. Rápido se reconocerán en ellos. Siempre lo hago y, la verdad, no me he ganado demasiados enemigos.
A Sebastián Artigas, médico argentino, especialista en la lucha contra el cáncer, lo conocí en La Habana, le sobraba sentido común, y yo lo ubiqué en el Concilio con otro supuesto nombre. Con Adheesh Shina, un capitán del Ejército Indio, recorrí todo el sur del río Litani; especialista en comunicaciones le daba cada noche por ponerme un problema matemático para que nos relajáramos. Yo prefería leer a Baudelaire o a Joseph Brodsky cuyos libros llevaba en la mochila. Nunca se lo dije. Aprovecho estas páginas. A Luo Yang Yang la conocí en Marjayoun y era oficial de información pública del Ejército Chino. Me dijo que se ganó el puesto durante el terremoto de Sichuan, donde no paró de hacer fotos. Posiblemente, ya nos habíamos cruzado en Sichuan, años antes, donde nació mi hijo, mi príncipe de Sichuan, rey de los Tres Valles, sin percatarnos. Yo la llevé a Alejandría. Los demás se reconocerán por sus hechos.
Ni que decir tiene que este libro está dedicado a Jorge Luis Borges y, bien que sé, que como escritor seguir a Borges es una inmolación.