“Sentado, inmóvil, en el despacho de mi padre, rodeado de puertas cerradas y de objetos inertes, me sentía yo mismo, también, como un objeto inerte, y no importaba que alguna puerta hubiese quedado abierta, porque tenía la seguridad de que ninguna me conduciría a ninguna parte. Descubrí aquella tarde una sensación nueva para mí, que hoy describiría en clave nietzscheana. Me hallaba en un mundo abandonado por los dioses, sin que nada tuviera ya valor ni sentido, incapaz de utilizar ese mundo sin dios como una fuente de nueva fuerza, incapaz de transformar la ausencia de mi madre en la creciente presencia de mí mismo. En eso consistía, tal vez, realmente, el estar solo: en la incapacidad de poblar con nuevos mitos este mundo abandonado por los dioses, en la ignorancia y el olvido de uno mismo”.
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