Me encontraba muy cansada, acabábamos de regresar de un viaje por Europa. Mis padres habían insistido en que lo realizara. Fui sin ganas y casi obligada. Lo hice por ellos porque no se sintieran abatidos ante mi negativa. Pensaban que era una manera de hacer que me sintiera mejor y olvidar el terror de lo vivido en el último mes. Todavía las pesadillas no se habían desvanecido y me despertaba con un grito estrangulado en mi garganta. Mi cuerpo temblaba empapado en sudor y era incapaz de controlar el castañeo de mis dientes.
Vivía en una casita de campo que heredé de mi abuela. Ella siempre deseó que fuera para mí. Todos los veranos los pasaba allí como si el lugar fuera mágico y yo me convirtiera en un hada. Se hallaba en mitad de un precioso bosque rodeada por un lago no muy grande con un agua cristalina donde me bañaba aprendiendo a nadar y pescaba con una pequeña embarcación de remos que había pertenecido a mi padre. Estaba muy bien conservada y cada año la pintaba y restauraba la astillada madera.
Al principio mis padres se negaron a que me trasladara a vivir tan alejada de la civilización. Acababa de terminar mis estudios de filología y lo que más deseaba era ser escritora. Me pareció la mejor de las ideas dejarme arrastrar por el embrujo de mi nuevo hogar para comenzar con mi primera novela. Siempre fui muy soñadora inventándome historias de hechizos, de sucesos paranormales y del típico héroe que rescataba a la ingenua y bella princesa de las garras de un malvado sin escrúpulos a la que quería someter y apoderarse de su buen corazón. Ya desde que comencé a escribir y leer en mi infancia, cada vez devoraba más y más los cuentos de fantasía y con siete años escribí mi primer relato. Mi profesora estuvo tan entusiasmada con mi historia que me dieron un premio por ser la mejor escritora del colegio siendo tan pequeña, superaba a muchos otros alumnos en cursos superiores. Quizá el pasar en compañía de mi abuela desde que empecé a gatear los meses de vacaciones, envolviéndome en sus historias de embrujamientos, hechizos mágicos, brujas buenas y malas…Comencé a soñar con esas historias y a intentar escribirlas.
Mis padres estaban muy orgullosos con mi comportamiento de niña muy estudiosa con notas extraordinarias, cariñosa y dulce.
Vivía en una casita de campo que heredé de mi abuela. Ella siempre deseó que fuera para mí. Todos los veranos los pasaba allí como si el lugar fuera mágico y yo me convirtiera en un hada. Se hallaba en mitad de un precioso bosque rodeada por un lago no muy grande con un agua cristalina donde me bañaba aprendiendo a nadar y pescaba con una pequeña embarcación de remos que había pertenecido a mi padre. Estaba muy bien conservada y cada año la pintaba y restauraba la astillada madera.
Al principio mis padres se negaron a que me trasladara a vivir tan alejada de la civilización. Acababa de terminar mis estudios de filología y lo que más deseaba era ser escritora. Me pareció la mejor de las ideas dejarme arrastrar por el embrujo de mi nuevo hogar para comenzar con mi primera novela. Siempre fui muy soñadora inventándome historias de hechizos, de sucesos paranormales y del típico héroe que rescataba a la ingenua y bella princesa de las garras de un malvado sin escrúpulos a la que quería someter y apoderarse de su buen corazón. Ya desde que comencé a escribir y leer en mi infancia, cada vez devoraba más y más los cuentos de fantasía y con siete años escribí mi primer relato. Mi profesora estuvo tan entusiasmada con mi historia que me dieron un premio por ser la mejor escritora del colegio siendo tan pequeña, superaba a muchos otros alumnos en cursos superiores. Quizá el pasar en compañía de mi abuela desde que empecé a gatear los meses de vacaciones, envolviéndome en sus historias de embrujamientos, hechizos mágicos, brujas buenas y malas…Comencé a soñar con esas historias y a intentar escribirlas.
Mis padres estaban muy orgullosos con mi comportamiento de niña muy estudiosa con notas extraordinarias, cariñosa y dulce.