Historia, documento, ficción: En esta La cripta del espejo (o Donde muere el Moldava), Marcela del Río ha creado una novela crítica en la que la reflexión literaria sobre la Libertad alterna con el documento histórico y la fuerza vivencial. Esta conjunción actúa como detonador de las pasiones humanas enfrentadas a su realidad múltiple. Si bien la novela muestra la realidad que se vivía en esos momentos de una Checoslovaquia socialista, no deja de ser sorprendente que hoy a casi treinta años de su publicación original en 1988, el tema no sólo sigue siendo vigente, sino que la agresividad que se deriva de esa realidad checoslovaca, no sólo dividió al país en República Checa y República Eslovaca, sino que continúa dividiendo al mundo en bloques cada vez más confrontados y violentos.
Consecuente con su estética relativista ––manejada en su teatro––, la autora presenta los mundos socialista y capitalista vistos por distintas miradas, enjuiciados por personajes de opuesta ideología, creando un caleidoscopio en el que las figuras toman forma de acuerdo a la mano que las mueve. Tres son los narradores que cuentan la historia de un ex Secretario de Estado que viaja como Embajador de México a su misión en Checoslovaquia, acompañado de familia y servidumbre. ¿Reminiscencia de un tlatoani mexica? Pero ¿cómo vive la realidad checoslovaca cada uno de los integrantes de esa comitiva? y ¿qué memorias viajan con ellos? Estructuran la novela, las tres voces de los narradores, al simbolizar los afluentes del Moldava, el río que representa el alma checa, que nace y muere dentro de las fronteras de Checoslovaquia. Voces distintas, como distintas son las aguas que lo forman. Una, es la del narrador omnisciente que cuenta con su palabra secreta la vida y milagros del Embajador y su mundo diplomático de intrigas políticas y amorosas. Otra, es la del hijo del Embajador, que convive con la juventud checa, compartiendo sus anhelos, dudas y temores. La tercera voz es la que narra el mundo de la calle, del mercado, de las diversiones cotidianas del pueblo checo, visto y vivido estrujantemente por la sirvienta que ha cruzado el océano sin conocer el mar, que llega desde su pueblo de Arroyo Seco, hasta una Praga que le habla en un idioma incomprensible, que no sabe del frijol y la tortilla, pero sí del miedo y la locura.
Cada personaje de la novela encarna la jaula de su propio pasado: la caída de Porfirio Díaz, el asesinato de los Jaramillo, Tlatelolco en el sesenta y ocho, son algunos de los acontecimientos apresados para siempre en la cárcel de sus huesos.
El Embajador y su esposa enfrentando su propio matrimonio; el hijo, su rebeldía ante la prisión universal; la sirvienta, sus memorias que estallan en su cerebro como fuegos de artificio.
Una novela en la que la vida real se entremezcla con la ficcional, en espacios y tiempos conjugados, lo cuestiona todo y al preguntarse quiénes son los hacedores de las jaulas y quiénes los culpables de que estemos inmersos en ellas, nos coloca en medio del debate de los personajes. Debate que termina por trascenderlos y plantarnos críticamente frente al absurdo de un mundo dividido en bloques, en mundos separados, ajenos y distantes.
Consecuente con su estética relativista ––manejada en su teatro––, la autora presenta los mundos socialista y capitalista vistos por distintas miradas, enjuiciados por personajes de opuesta ideología, creando un caleidoscopio en el que las figuras toman forma de acuerdo a la mano que las mueve. Tres son los narradores que cuentan la historia de un ex Secretario de Estado que viaja como Embajador de México a su misión en Checoslovaquia, acompañado de familia y servidumbre. ¿Reminiscencia de un tlatoani mexica? Pero ¿cómo vive la realidad checoslovaca cada uno de los integrantes de esa comitiva? y ¿qué memorias viajan con ellos? Estructuran la novela, las tres voces de los narradores, al simbolizar los afluentes del Moldava, el río que representa el alma checa, que nace y muere dentro de las fronteras de Checoslovaquia. Voces distintas, como distintas son las aguas que lo forman. Una, es la del narrador omnisciente que cuenta con su palabra secreta la vida y milagros del Embajador y su mundo diplomático de intrigas políticas y amorosas. Otra, es la del hijo del Embajador, que convive con la juventud checa, compartiendo sus anhelos, dudas y temores. La tercera voz es la que narra el mundo de la calle, del mercado, de las diversiones cotidianas del pueblo checo, visto y vivido estrujantemente por la sirvienta que ha cruzado el océano sin conocer el mar, que llega desde su pueblo de Arroyo Seco, hasta una Praga que le habla en un idioma incomprensible, que no sabe del frijol y la tortilla, pero sí del miedo y la locura.
Cada personaje de la novela encarna la jaula de su propio pasado: la caída de Porfirio Díaz, el asesinato de los Jaramillo, Tlatelolco en el sesenta y ocho, son algunos de los acontecimientos apresados para siempre en la cárcel de sus huesos.
El Embajador y su esposa enfrentando su propio matrimonio; el hijo, su rebeldía ante la prisión universal; la sirvienta, sus memorias que estallan en su cerebro como fuegos de artificio.
Una novela en la que la vida real se entremezcla con la ficcional, en espacios y tiempos conjugados, lo cuestiona todo y al preguntarse quiénes son los hacedores de las jaulas y quiénes los culpables de que estemos inmersos en ellas, nos coloca en medio del debate de los personajes. Debate que termina por trascenderlos y plantarnos críticamente frente al absurdo de un mundo dividido en bloques, en mundos separados, ajenos y distantes.