Nunca, ni con tanta fuerza, nuestra sociedad reivindicó para sus miembros el derecho a la diferencia: diferencia de gustos, de culturas y de valores, diferencia de opciones de vida, de formas de amar, de modelos de familia... Nunca, sin embargo, el acceso a una verdadera diferencia ha sido tan difícil. Vivimos en la estela de las aspiraciones fusionales de mayo del 68. Rechazo de la función del padre, insuficiencia de la relación educativa, interioridad en crisis, retorno de los miedos primitivos, son muchos los síntomas de lo que elabora poco a poco una sociedad indiferenciada en la que los roles y los espacios se confunden. El adulto juega a ser niño, la figura paterna desaparece tras la materna, la violencia se banaliza, la intimidad está a la vista de todos, el imaginario sustituye a la realidad, y la sexualidad se dispersa en múltiples orientaciones. ¿De dónde viene el que nuestra sociedad valore tendencias sexuales parciales hasta querer inscribirlas en la ley? ¿Por qué deplora la falta de puntos de referencia que ella misma ha contribuido a hacer desaparecer? Reconocer la diferencia implica aceptar la diferencia de sexos, de generaciones y de roles en el seno de la familia. Reconocer al otro no es aceptar todo lo suyo ni animarlo en sus conflictos psíquicos, es permitirle efectuar una paciente elaboración personal al final de la cual pueda experimentar una cierta libertad. Mayo del 68 no ha liberado a nadie. No es tiempo de nostalgia.
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