Ramiro solêa quedarse hasta la noche en el öltimo piso del torreïn, escuchando los cuentos y parlerêas de las mujeres. Allê terminaba la tiesura solariega. Allê se canturriaba y se reêa. Allê el aire exterior, en los dêas templados, entraba libremente por las ventanas, trayendo vago perfume de fogatas campesinas y el sordo rumor de los molinos y batanes en el Adaja. "Quæ holganza para el niío hallarse lejos de la facha torva del abuelo, y encima de aquellas cuadras silenciosas del caserïn, donde se acostumbraba encender velones y candelabros durante el dêa! Cuadras sïlo animadas por las figuras de los tapices; fönebres estrados, brumosos de sahumerio, que su madre, vestida siempre de monjil, cruzaba como una sombra. Las criadas le querêan de veras. Todas miraban con respetuosa ternura al pÞrvulo triste y hermoso que no habêa cumplido aön doce aíos y parecêa llevar en la frente el surco de misterioso pesar. Todas rivalizaban en complacerle, en agasajarle
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