Ernesto, como muchos otros, nació medianamente feo. Le compensaron con una hormona rumbera. Mal complemento para un pobre. Si hubiera nacido rico, su carencia de guapura no sería óbice para pasar una vida de regodeo. Lo más notorio de los ricos es el dinero, y eso encubre todo lo demás: físico o espiritual.
Ernesto representa la parte visible del iceberg de maniacos sexuales que navegan por un mar de lujuria. La otra parte, la mayor, se oculta en los oscuros abismos de la moralidad fingida.
Ernesto es el paradigma de quien piensa en el sexo dos tercios de su vida. El resto, cuando duerme, sueña con él.
Ernesto es simplemente un obseso del sexo, algo que hoy en día ocurre con quienquiera que posea un televisor o vea los carteles de las avenidas. Una despampanante mujer casi desnuda nos invita a un cigarrillo, una copa, una camisa o un par de zapatos. Incluso aparecen cuando se trata de estuches funerarios o la infinita paz de un sepulcro con aire acondicionado. ¿En qué podemos pensar si no es en ella? ¿Alguna vez un tipo gordo y feo nos recomienda un cómodo colchón? No, siempre es una mujer que prácticamente nos invita a compartirlo.
Ernesto personifica el producto lógico de una sociedad que nos ofrece mujeres encamables, y sólo con el poder de su firma. Y él, un pobre tipejo que no pescaría un pez en un estanque seco, tiene la imperiosa obligación de fungir de lo que se espera de él: un minúsculo grano del molesto sarpullido en los glúteos de la sociedad.
Esta es parte de su historia, contada por él mismo, como una tentativa de decirle al mundo que existe, aunque no tenga la menor idea de para qué. Será por el estúpido argumento de que en este mundo debe haber de todo.
Ernesto representa la parte visible del iceberg de maniacos sexuales que navegan por un mar de lujuria. La otra parte, la mayor, se oculta en los oscuros abismos de la moralidad fingida.
Ernesto es el paradigma de quien piensa en el sexo dos tercios de su vida. El resto, cuando duerme, sueña con él.
Ernesto es simplemente un obseso del sexo, algo que hoy en día ocurre con quienquiera que posea un televisor o vea los carteles de las avenidas. Una despampanante mujer casi desnuda nos invita a un cigarrillo, una copa, una camisa o un par de zapatos. Incluso aparecen cuando se trata de estuches funerarios o la infinita paz de un sepulcro con aire acondicionado. ¿En qué podemos pensar si no es en ella? ¿Alguna vez un tipo gordo y feo nos recomienda un cómodo colchón? No, siempre es una mujer que prácticamente nos invita a compartirlo.
Ernesto personifica el producto lógico de una sociedad que nos ofrece mujeres encamables, y sólo con el poder de su firma. Y él, un pobre tipejo que no pescaría un pez en un estanque seco, tiene la imperiosa obligación de fungir de lo que se espera de él: un minúsculo grano del molesto sarpullido en los glúteos de la sociedad.
Esta es parte de su historia, contada por él mismo, como una tentativa de decirle al mundo que existe, aunque no tenga la menor idea de para qué. Será por el estúpido argumento de que en este mundo debe haber de todo.