«LA MUERTE DE LA ESPERANZA» recoge las memorias personales del autor en los primeros y los últimos días de la guerra de España. Dividida en dos partes, la primera —«Nuestro día más largo»— es un relato vivido y dramático de la cambiante situación de Madrid durante las jornadas febriles y azarosas del 17 al 20 de julio de 1936; una narración de los comienzos de la trágica contienda en los centros oficiales, las redacciones de los periódicos, las sedes de los sindicatos obreros y especialmente en la calle donde millares de luchadores anónimos se aprestaban a combatir a morir de ser preciso, en defensa de sus respectivos ideales.
Aunque no publicado hasta ahora, el relato que sigue fue escrito hace muchos años. Tantos, que el autor no había cumplido todavía la mitad de los que ahora tiene
y no necesitó forzar su memoria para reconstruir hechos y sucesos que estaban grabados en su mente con la frescura de haberlos vivido pocas horas antes.
Esta crónica de unos días excepcionales fue redactada sin propósito firme de publicarla; apuntes tomados para si mismo de unos acontecimientos decisivos en la vida del país, no tenían otra finalidad que servir de base y apoyo a unos trabajos futuros de mayor amplitud. Las circunstancias hicieron que las cuartillas quedasen arrinconadas, olvidadas en la vorágine de la guerra primero y, después, en las dolorosas incertidumbres que la posguerra representó para cuantos no lograron triunfar en la sangrienta contienda.
Al releer ahora lo que escribió un día ya remoto, el autor lo ha encontrado —no sin cierta sorpresa por su parte— sugestivo e interesante, juzgando que su divulgación puede ser más oportuna que nunca. No para satisfacer vanidades literarias o personales, que el tiempo le curó de ellas si alguna vez llegó a padecerlas, sino por entender que el relato evoca —cree que con fiel exactitud— el clima tenso de Madrid en un momento crucial de su historia, el ambiente enrarecido y violento que se respiraba y el generoso desinterés con que jóvenes de todos los matices ideológicos asumían voluntaria y gozosamente su papel de protagonistas y mártires de una guerra fratricida, prólogo indudable y directo de una conflagración de mayores dimensiones que habría de decidir los destinos de la Humanidad durante varias generaciones.
Se trata en resumen, como comprobará quien siga leyendo, de un amplio reportaje directo y veraz de cuanto aconteció en la capital de España‘ durante las febriles jornadas de julio de 1936. El autor cuenta con sencillez, sin adornos retóricos, lo que vio, oyó y vivió en los centros oficiales, las redacciones de los periódicos, las barriadas obreras, la sede de las organizaciones sindicales y la calle. Sobre todo la calle, escenario incomparable en estos días de explosiones de júbilo o desesperanza, manifestaciones tumultuosas, combates encarnizados, gestas heroicas y sacrificios anónimos. Lejos de ella, en despachos ministeriales o puestos de mando, había hombres que trataban de dirigir y encauzar, con mayor o menor acierto, los trascendentales acontecimientos. Pero el factor decisivo — aquí como en el resto de España— estaba en las calles y en los campos, en millares y millares de luchadores que se disponían a combatir —a morir si era preciso— en defensa de causas que consideraban justas, merecedoras de afrontartodos los riesgos imaginables por conseguir hacerlas triunfar.
Por encima de los acontecimientos históricos que se desarrollan y aun siendo hechos de capital repercusión en la vida de millones de españoles —incluso en la de muchos que todavía no habían nacido—, está el interés fascinante del retablo grandioso y bárbaro a un tiempo de una gran ciudad aprestándose para intervenir en la contienda que se inicia o participando de lleno en ella. El cuadro alucinante en que luchan, triunfan, fracasan o mueren muchos millares de personas, cuyos nombres, hazañas, heroísmos o cobardías no recogerá nadie, tiene mayor importancia que los sucesos que son consecuencia lógica de s
Aunque no publicado hasta ahora, el relato que sigue fue escrito hace muchos años. Tantos, que el autor no había cumplido todavía la mitad de los que ahora tiene
y no necesitó forzar su memoria para reconstruir hechos y sucesos que estaban grabados en su mente con la frescura de haberlos vivido pocas horas antes.
Esta crónica de unos días excepcionales fue redactada sin propósito firme de publicarla; apuntes tomados para si mismo de unos acontecimientos decisivos en la vida del país, no tenían otra finalidad que servir de base y apoyo a unos trabajos futuros de mayor amplitud. Las circunstancias hicieron que las cuartillas quedasen arrinconadas, olvidadas en la vorágine de la guerra primero y, después, en las dolorosas incertidumbres que la posguerra representó para cuantos no lograron triunfar en la sangrienta contienda.
Al releer ahora lo que escribió un día ya remoto, el autor lo ha encontrado —no sin cierta sorpresa por su parte— sugestivo e interesante, juzgando que su divulgación puede ser más oportuna que nunca. No para satisfacer vanidades literarias o personales, que el tiempo le curó de ellas si alguna vez llegó a padecerlas, sino por entender que el relato evoca —cree que con fiel exactitud— el clima tenso de Madrid en un momento crucial de su historia, el ambiente enrarecido y violento que se respiraba y el generoso desinterés con que jóvenes de todos los matices ideológicos asumían voluntaria y gozosamente su papel de protagonistas y mártires de una guerra fratricida, prólogo indudable y directo de una conflagración de mayores dimensiones que habría de decidir los destinos de la Humanidad durante varias generaciones.
Se trata en resumen, como comprobará quien siga leyendo, de un amplio reportaje directo y veraz de cuanto aconteció en la capital de España‘ durante las febriles jornadas de julio de 1936. El autor cuenta con sencillez, sin adornos retóricos, lo que vio, oyó y vivió en los centros oficiales, las redacciones de los periódicos, las barriadas obreras, la sede de las organizaciones sindicales y la calle. Sobre todo la calle, escenario incomparable en estos días de explosiones de júbilo o desesperanza, manifestaciones tumultuosas, combates encarnizados, gestas heroicas y sacrificios anónimos. Lejos de ella, en despachos ministeriales o puestos de mando, había hombres que trataban de dirigir y encauzar, con mayor o menor acierto, los trascendentales acontecimientos. Pero el factor decisivo — aquí como en el resto de España— estaba en las calles y en los campos, en millares y millares de luchadores que se disponían a combatir —a morir si era preciso— en defensa de causas que consideraban justas, merecedoras de afrontartodos los riesgos imaginables por conseguir hacerlas triunfar.
Por encima de los acontecimientos históricos que se desarrollan y aun siendo hechos de capital repercusión en la vida de millones de españoles —incluso en la de muchos que todavía no habían nacido—, está el interés fascinante del retablo grandioso y bárbaro a un tiempo de una gran ciudad aprestándose para intervenir en la contienda que se inicia o participando de lleno en ella. El cuadro alucinante en que luchan, triunfan, fracasan o mueren muchos millares de personas, cuyos nombres, hazañas, heroísmos o cobardías no recogerá nadie, tiene mayor importancia que los sucesos que son consecuencia lógica de s