No hay forma de entender la política sin considerar los incentivos de las instituciones y el imperio de los intereses. Pero la peripecia reciente del Partido Comunista de Uruguay pone de manifiesto, con una claridad extraordinaria, hasta qué punto las ideas (valores, creencias, doctrinas) pueden ser el cimiento y el cemento de las estructuras políticas.
El PCU emergió malherido de la durísima represión a que fue sometido durante la dictadura. Aun así, entre 1985 y 1989 logró reconstruir tanto su estructura organizativa como su influencia política y social. Sin embargo, entre 1989 y 1992, en apenas tres años, el enorme edificio de los comunistas uruguayos se desplomó con estruendo. Las vigas empezaron a crujir cuando la cúpula del partido puso en cuestión, asombrando a propios y extraños, algunas de las definiciones más profundamente arraigadas de la identidad comunista como la “dictadura del proletariado”.
La crisis se profundizó a medida que muchos de los regímenes dirigidos por los partidos comunistas se fueron derrumbando. Finalmente, los asombrosos acontecimientos del segundo semestre de 1991 en la URSS (intento de golpe de Estado contra Mijaíl Gorbachov, disolución del PCUS, disgregación de la URSS) asestaron un golpe devastador en el corazón de las creencias sobre las cuales los comunistas uruguayos habían construido su partido y su perseverante militancia revolucionaria durante décadas.
El PCU, de todos modos, logró sobrevivir a la debacle. Durante las últimas dos décadas reconstruyó, una vez más, su estructura organizativa. Aunque está lejos de disfrutar de la hegemonía de otrora en el movimiento sindical y de tener el peso entre estudiantes e intelectuales que había logrado tener en sus años de gloria, ha vuelto a ser un actor de peso. Ya no viene de Rusia ni alumbra como antes. Pero la llama de la fe sigue encendida.
El PCU emergió malherido de la durísima represión a que fue sometido durante la dictadura. Aun así, entre 1985 y 1989 logró reconstruir tanto su estructura organizativa como su influencia política y social. Sin embargo, entre 1989 y 1992, en apenas tres años, el enorme edificio de los comunistas uruguayos se desplomó con estruendo. Las vigas empezaron a crujir cuando la cúpula del partido puso en cuestión, asombrando a propios y extraños, algunas de las definiciones más profundamente arraigadas de la identidad comunista como la “dictadura del proletariado”.
La crisis se profundizó a medida que muchos de los regímenes dirigidos por los partidos comunistas se fueron derrumbando. Finalmente, los asombrosos acontecimientos del segundo semestre de 1991 en la URSS (intento de golpe de Estado contra Mijaíl Gorbachov, disolución del PCUS, disgregación de la URSS) asestaron un golpe devastador en el corazón de las creencias sobre las cuales los comunistas uruguayos habían construido su partido y su perseverante militancia revolucionaria durante décadas.
El PCU, de todos modos, logró sobrevivir a la debacle. Durante las últimas dos décadas reconstruyó, una vez más, su estructura organizativa. Aunque está lejos de disfrutar de la hegemonía de otrora en el movimiento sindical y de tener el peso entre estudiantes e intelectuales que había logrado tener en sus años de gloria, ha vuelto a ser un actor de peso. Ya no viene de Rusia ni alumbra como antes. Pero la llama de la fe sigue encendida.