En el año del Señor 1559, dieciocho años después de que el capitán Francisco de Orellana descubriera el Amazonas, el virrey del Perú, marqués de Cañete, le encargó al capitán Pedro de Ursúa Díez de Armendáriz, la organización y el mando de una expedición que salió en 1560 en busca de El Dorado. Pronto, la desilusión progresiva de la tropa provocó disturbios. El más vil y cruel de los soldados era Lope de Aguirre, que asesinó a Pedro de Ursúa, al que los dioses abandonaron a su suerte y en un charco de su propia sangre. Lope de Aguirre era un descreído de El Dorado. Lo que quería era regresar al Perú y rebelarse contra el rey de España, Felipe II. Para ello, obligó a la expedición seguir río abajo hasta el Atlántico y volver al Perú pasando por Panamá. En esa huída enloquecida Aguirre cometió incontables atropellos y crímenes, primero contra sus enemigos, más tarde contra sus propios cómplices, saqueando los lugares por donde pasó, especialmente la isla Margarita, la de las perlas. Acabó por morir en Venezuela, en Barquisimeto, donde las tropas reales y sus propios soldados amotinados lo mataron a fines de octubre de 1561, dejando sus restos para comida de perros. La rebelión de Lope de Aguirre, tal como se gestó en la mente del tirano, quiso ser guerra de independencia y revolución contra el monarca Felipe II. Mas derivó en una de las peores tragedias de la Conquista de Indias, de tintes surrealistas y oníricos, coronada por pasiones, muerte, traición y locura. Fue la maldición de los «marañones», por referencia al río Marañón, como se conocía en aquel tiempo al majestuoso y traicionero Amazonas.
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